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Reportaje:

Centroamérica, contra las cuerdas

El crimen dispara las peticiones para que se reinstaure la pena de muerte e impulsa el endurecimiento de las leyes

"Mi mente es como un reloj que cuenta las horas que le quedan de vida". Así expresaba hace unos días Roberto Girón, de 49 años, un campesino guatemalteco, su estado de ánimo tras haber sido condenado a muerte por la violación y asesinato de una niña indígena de cuatro años, ocurrido en 1993 en una finca al sur del país. Su cómplice, Pedro Castillo, de 36, espera el mismo destino. Sólo un recurso de amparo interpuesto a última hora por, presuntas irregularidades procesales les podría salvar del fusilamiento. El presidente de Guatemala, Álvaro Arzú, se ha negado a conceder el indulto a los reos para no interferir en las decisiones del poder judicial.El caso ha desatado toda una polémica en este país, el único de Centroamérica donde la condena a muerte está vigente para delitos comunes (magnicidios, asesinatos y secuestros). La movilización de los grupos de derechos humanos ha chocado contra la cruda realidad: según una encuesta, el 80% de los guatemaltecos quiere que se lleve a cabo la ejecución.

Estos deseos traducen de manera palmaria el clima social que se respira en el país: en Guatemala, con 10 millones de habitantes, se cometen cada día entre ocho y 10 asesinatos, unos 20 robos de vehículos, incontables atracos y asaltos. Los secuestros (tres al día denunciados, aunque son más) afectan a personas de todas las edades y condición social. Algunos de los más recientes han incluido mutilaciones de las víctimas o su asesinato.

La congoja ciudadana es tal que ahora la delincuencia ha desplazado al diálogo de paz con la guerrilla, tras 36 años de conflicto armado, como principal preocupación de los guatemaltecos.

Un rápido vistazo a los países de la zona no ofrece un panorama mucho mejor: los pavorosos índices de criminalidad que desgarran El Salvador, Nicaragua y Honduras han despertado las voces de ciudadanos que han empezado a reclamar sin titubeos la pena de muerte. La condena de los dos campesinos guatemaltecos, la primera en 13 años en aquel país, adquiere para estos sectores tintes de experiencia piloto.

Centroamérica, que acaba de cerrar la puerta de las sangrientas guerras civiles que la devastaron en los años ochenta, vive una trágica paradoja: la delincuencia y el crimen organizado amenazan con di namitar los laboriosos procesos de reconstrucción socioeconómica y política. Los conflictos armados que han afectado a Nicaragua, El Salvador, Guatemala y, de forma tangencial, a Honduras, han dejado unas semillas siniestras que ahora empiezan a brotar: la quiebra económica (siete de cada diez centroamericanos viven en la pobreza), la desarticulación institucional, los miles de desmovilizados sin perspectiva y la abundancia e arsenales a precios de saldo.

En las zonas fronterizas de Honduras con Nicaragua y El Salvador se pueden conseguir pistolas Makarov y fusiles kaláshnikov por hasta 28 dólares (unas 3.500 pesetas), según denunciaba en mayo la policía hondureña. Las armas proceden de los numerosos buzones de la Contra nicaragüense y del salvadoreño Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Ahora son la herramienta de trabajo de numerosos grupos organizados de delincuentes, muchas veces ex combatientes (militares y guerrilleros) que han formado redes multinacionales del crimen.

En Honduras, por ejemplo, en el departamento oriental de El Paraíso, fronterizo con Nicaragua, operan bandas capitaneadas por antiguos contras nicaragüenses, que estuvieron acantonados en esta zona durante 10 años. Algunos antiguos combatientes antisandinistas, dedicados ahora a la delincuencia, se encuentran también en el norte de Costa Rica. En Guatemala, la policía calcula que el 20% de las bandas de secuestradores están integradas por hondureños y salvadoreños.

Los Gobiernos de estos países afrontan paralelamente el reto de depurar a la policía y al Ejército, cunas de bandas criminales dedicadas sobre todo a asaltos bancarios, robo de vehículos y secuestros. A esto hay que añadir que la zona, con Costa Rica y Panamá a la cabeza, se ha convertido en un importante trampolín para el narcotráfico continental. Los ministros del Interior del área han dado ya los primeros pasos para establecer un plan de seguridad regional contra las mafias organizadas.

La situación más grave se da en El Salvador: los datos oficiales hablan de un promedio de 21 asesinatos diarios, 500 asaltos, 30 robos de vehículos y cinco violaciones sexuales.

Para un país con 5,4 millones de habitantes es espeluznante. Fuentes policiales extranjeras en aquel país indican que San Salvador tiene un índice delictivo más alto que Río de Janeiro. La repatriación de los peligrosos pandilleros salvadoreños detenidos en Estados Unidos, especialmente en Los Ángeles, ha agravado considerablemente las cosas.

La delincuencia ha empezado a afectar a la economía regional: ha retraído la inversión extranjera y ha puesto en tela de juicio el libre tránsito de personas, suscrito por estos países como parte de la integración centroamericana. El turismo, una de las principales fuentes de ingresos de estos países se resiente. En Guatemala, por ejemplo, ha descendido un 6% en el primer cuatrímestre de este año.

Las alarmas han saltado y esta cuestión encabezó la agenda, de la XVIII Cumbre Centroamericana, celebrada en mayo en Montelimar (Nicaragua). Pese a ello, todos los Gobiernos de la zona protestaron como un solo hombre cuando Estados Unidos emitió, en junio, una advertencia oficial a sus ciudadanos sobre los peligros de viajar a Centroamérica.

Desde el punto de vista sociopolítico, los efectos de la criminalidad son devastadores. Las nuevas instituciones democráticas, que todavía dan sus primeros pasos, se ven sobrepasadas. La aspiración de lograr una convivencia armónica que cicatrice las profundas heridas causadas por las guerras civiles se diluye en la exasperación de la ciudadanía.

Las peticiones de mano dura se multiplican. Las familias acaudaladas envían a sus hijos al extranjero. Las otras se organizan como pueden: en El Salvador y Guatemala brotan asociaciones populares contra la delincuencia. Algunas denuncian. Otras se toman la justicia por su mano. La policía guatemalteca sitúa en 90 los linchamientos que se han producido este año.

Los Gobiernos están contra las cuerdas. Todos han endurecido unas leyes que los ciudadanos consideran demasiado "indulgentes" con los delincuentes. El Salvador ha aprobado una dura iniciativa de emergencia que, según los críticos, es anticonstitucional. Guatemala ha ampliado la pena de muerte al delito de secuestro. Las prisiones son una olla exprés.

En estos dos países y en Honduras, el Ejército ha vuelto a salir a las calles, esta vez para reforzar a la policía. La medida, aplaudida por una buena parte de la población, con los sectores empresariales al frente, ha causado preocupación en las organizaciones humanitarias y partidos de oposición, que preferirían ver a los militares en sus cuarteles, acostumbrándose a su nuevo papel de servidores del poder civil. Los recuerdos de otros tiempos están aún muy vivos.

Las medidas estrictamente punitivas, argumentan estos grupos, no van a ayudar a resolver, los problemas estructurales: la corrupción oficial, la impunidad, el empobrecimiento generalizado, la carencia de recursos sociales...

Todos los frentes están abiertos y la sociedad vive al límite. Por eso pocos se compadecen de los guatemaltecos Roberto Girón y Pedro Castillo. Su fusilamiento sería, para muchos, el exorcismo de las frustraciones en esta región convulsa.

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