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Capitalismo popular

Un pequeño cambio en la política de privatizaciones del Gobierno español puede desarmar a los inmovilistas de izquierdas y de derechas que pretenden impedir que el Estado se libre, de una vez por todas, de la pesada carga del sector público empresarial.En 1946, apenas terminada la II Guerra Mundial, Hayek, Friedinan, Popper, Robbins, Jouvenel y otros beneméritos filósofos y economistas fundaron la Sociedad Mont Pélerin, en el pueblecito suizo de dicho nombre, para difundir la idea del libre mercado cuando más arreciaba el huracán socialista. Aún recuerdo, reciente mi ingreso en esa sociedad a principios de la década de los setenta, las primeras discusiones de que fui testigo sobre la venidera privatización de las empresas públicas. Estábamos convencidos de que, vista la esencial ineficacia de la gestión pública de empresas mercantiles y la carga que esa gestión suponía para un Estado ya obeso, tarde o temprano habrían de ser desamortizadas. Lo entonces herético se ha convertido en la doctrina aceptada.

La discusión en Mont Pélerin no versaba, pues, sobre el principio, sino sobre el modo de la privatización. Nadie disputaba allí que todas las empresas habían de ser gestionadas privadamente, con la posibilidad de cerrarlas si eran irremediablemente deficitarias. Nadie disputaba tampoco que el propietario último de sus activos fuera el público. Pero, ¿debían ser vendidas sus acciones a los grandes grupos bancarios o industriales? ¿Debían venderse al Por menor? ¿O era preferible privatizar las empresas entregando las acciones directamente al público propietario?

La cuestión podría parecer baladí, puesto que los contribuyentes quedarían beneficiados patrimonialmente más o menos en la mísma cuantía, cualquiera de los tres que fuese el procedimiento elegido: si el Fisco vendía a grandes grupos, caería el déficit y podrían deducirse los impuestos; semejante efecto financiero tendría la venta a pequeños inversores, y si las acciones se distribuían gratuitamente a los contribuyentes, éstos podrían beneficiarse revendiéndolas. Pese a las apariencias, sin embargo, los efectos económicos y políticos de los tres procedimientos, como distintos de los financieros, pueden ser muy distintos.

El peligroso economista liberal Alberto Recarte ha publicado en EL PAÍS un artículo titulado ¿Capitalismo popular o bancarización de la economía? que ha hecho mucha mella en los círculos políticos de la capital (como suele decir el Abc). Se asombra Recarte de que el Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores no hayan dicho ni mú ante el anuncio de los bancos y cajas de ahorro de que piensan invertir, no sus fondos propios libres, sino una importante porción de los depósitos de sus clientes en la compra de acciones de las empresas privatizadas. En la década de los setenta quebraron decenas de entidades financieras por sus inversiones en inmuebles e industrias; y más recientemente, la experiencia de la Corporación Industrial Banesto, aparte de que sus gestores no fueran muy escrupulosos, indica que la profesión de banquero es muy distinta de la de empresario industrial. Pero, como ha hablado el presidente de la Generalitat de Cataluña (quien, adaptando la definición de guerra por Von Klausewitz como la prosecución de la política por otros medios, concibe "laCaixa" como una forma de hacer banca catalana por otros caminos), callan, no sólo el gobernador de nuestro banco emisor, el presidente de la suprema autoridad bursátil, sino hasta los ministros, que han dicho no creer en los núcleos duros.

Lady Thatcher ha dicho en más de una ocasión que considera que el mayor éxito de su política de privatizaciones es la colocación masiva de acciones de empresas públicas en manos de pequeños accionistas, que así se implican en el -capitalismo moderno. Sea directamente, sea a través de fondos de inversión y de pensiones, deberían- los ciudadanos españoles acabar siendo los principales accionistas de las antiguas empresas del Estado. Así se desvanecería la impresión de que es política del Gobierno el traspasar sus empresas a manos de sus amigos los banqueros.

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