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El espía intachable

Antonio Muñoz Molina

Hay una moda funeraria que consiste en la demolición del buen nombre de quien acaba de morir y disfrutó en vida de celebridad y dinero. Hay una especie temible de biógrafos que con una saña de profanadores de sepulturas dedican años a exhumar los rasgos más desagradables de sus biografiados: leyendo a alguno, yo he llegado a pensar que uno de los impulsos para escribir biografías debe de ser el odio, la contumaz animadversión de quien no puede molestar en vida a quien detesta mucho y se dedica a calumniarlo después de su muerte. Los biógrafos, especialmente ciertos biógrafos norteamericanos, nos tienen ya acostumbrados a todo: no hay escritor ni estrella de cine que no se entregaran con denuedo al alcoholismo o a las formas más impresentables de la promiscuidad; en manos del biógrafo adecuado, cualquier héroe resulta ser de manera póstuma un traidor, cualquier santo un apóstata, cualquier devoto un blasfemo.No a todo el mundo le corresponde un destino tan cruel: ahora acaba de publicarse una nueva biografía de Cary Grant, que incluye al parecer entre sus páginas la estupenda noticia de que el actor llevó a cabo en Hollywood actividades de contraespionaje, buscando nazis más o menos ocultos entre la turba brillante y reaccionaria de los estudios. Admirábamos hasta ahora la elegancia inigualable con que Cary Grant perseguía a conspiradores nazis en las películas o huía de ellos, deslizándose entre las peripecias de la acción con el peinado y la sonrisa intactos, con la misma desenvoltura con que se movía Fred Astaire sobre las escalinatas lacadas de los musicales. Aun haciendo de indudable estafador y posible asesino, Cary Grant tenía siempre un aspecto de buena voluntad ligeramente contrariada, de excelente disposición para hacer bien las cosas, ya fuera montar a caballo fingiéndose aristócrata inglés o llevarle a la cama a su mujer enferma y remordida por la sospecha, Joan Fontaine, un virtuoso vaso de leche que brillaba ominosamente en la oscuridad de la escalera porque Alfred Hitchcock había instalado en su interior una bombilla.A Cary Grant lo desdeñaban mucho los memoriones de la cinefilia, que no veían verosímil la parte como de comedia y de music-hall de su personaje, el que interpretaba casi siempre, el individuo con una cara demasiado franca y jovial como para dedicarse a algo importante o esconder sentimientos profundos, el director de periódico simpático y canalla, el sinvergüenza que se casa con una heredera rica y la va envolviendo en una malla de mentiras y pequeñas deslealtades que pueden acabar revelando un designio siniestro. Le bastaba ponerse unas gafas de montura gruesa para convertirse en la estampa de un perfecto imbécil. Nadie era capaz de entrar sonriendo en una habitación igual que él, y su mirada, su sonrisa, su perfecto peinado, no parecía que pudieran ser enturbiados por ninguna desgracia, pero tenía de pronto una manera de mirar solitario y terrible que tal vez sólo Alfred Hitchcock descubrió y usó, la clase de mirada que algunos hombres sólo confían a los espejos: los ojos fijos, la cara hacia un lado, la mandíbula apretada y ansiosa de quien guarda en el fondo del alma un yacimiento de desesperación y soledad.

Esa mirada la mostró Cary Grant muy pocas veces en el cine, y es posible que no hubiera muchas personas que llegaran a vérsela en su vida. La encontramos más intensa que nunca en Encadenados, que de todas las películas de Alfred Hitchcock me parece la más intensa y verdadera, la menos gastada por la decepción gradual que van dejándome casi todas las otras cuando vuelvo a verlas. En Encadenados, Cary Grant es un severo agente del FBI que se finge frívolamente adicto al dry martini y a las mujeres para atraer.a Ingrid Bergman hacia una red de cazadores de nazis: ahora sabemos que si en el cine interpretó con tal maestría ese papel era porque ya lo había interpretado en la realidad, y que tal vez la fiesta en la que sigue con sus ojos todavía fríos y atentos los ademanes de beoda o de ciega con que se mueve entre los bebedores Ingrid Bergman se pareció a otros parties de Hollywood a los que Cary Grant asistiría para espiar conversaciones de simpatizantes de la Alemania nazi. Quién iba a callarse cuando él se acercara, con el doble resplandor irresistible de la sonrisa y de la ginebra helada, quién iba a recelar de ese hombre que interpretaba en la pantalla a vacuos seductores, a asesinos con cara de bondad, a disparatados científicos, a espías atolondrados, a estafadores simpáticos. Ningún héroe, ningún conspirador podría parecérsele, ningún sentimiento demasiado profundo lo podría devastar, igual que el viento de las tormentas falsas del cine apenas le desordenaba el peinado.

Pero en Encadenados, según avanza la película y se vuelve más sonámbula y amenazadora, la cara de Grant, sus ojos, el esto de su boca, se modifican sutilmente para expresar lo insospechado, la ebriedad del deseo, el rencor y la tortura y el envenenamiento de los celos, la crueldad del despecho, todas las cosas que llevaron a Cyril Connolly a escribir que no hay dolor comparable al que dos amantes pueden infligirse entre sí. Héroe de farsa, espía de película, ahora resulta que Cary Grant utilizó en la vida real la máscara de su personaje para vigilar a Gary Cooper y a Errol Flynn, héroes sacrosantos del cine que en realidad simpatizaban con la Alemania nazi. Me gusta pensar que si practicó en su vida un heroísmo político semejante al que muestra en la película, también hubo otros actos idénticos en la verdad y en la ficción. Es posible que algún biógrafo futuro descubra que Cary Grant no sólo fue espía antinazi, sino también que alguna vez en su vida abrazó a alguien con tanto deseo y tanta entrega como abraza en Encadenados a Ingrid Bergman.

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