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Carta a Jordi Pujol

Sé que hace días tuvo usted la atención de aludir aquiescentemente a mi nombre en el anuncio de la conferencia que pronunció en el Club Siglo XXI -ausente de Madrid, no me fue posible escucharla-, y me siento en la obligación de agradecer públicamente ese inusual gesto, cuya génesis acaso tenga como punto de partida el recuerdo de la visita que me hizo, todavía en plenísimo franquismo, al salir de la gélida prisión a que su. amor a Cataluña y a la libertad le habían llevado. Doble amor que desde entonces y desde antes yo, que no soy catalán, tantas veces he manifestado. Nombraré algunas: mi amplia introducción al segundo volumen de las Obres completes de Maragall; la larga conversación que, preparada por Carles Riba, sostuve en Montserrat con el abad Escarré, seguida de una conferencia sobre 'La esperanza de MaragalI' ante la comunidad de los monjes del monasterio; mi asistencia con Dionisio Ridruejo a una de las reuniones veraniegas semiclandestinas que para defender los derechos de la cultura catalana organizaba Triadú en Cantonigrós; mi discurso en el colofón del almuerzo con que, como presidente de la Generalitat, quiso usted celebrar una trobada de intelectuales en Sitges; tantas veces más. Muy cordialmente estimo la realidad, la vida y la cultura de Cataluña, y con mi mejor voluntad he procurado conocerlas y ensalzarlas.Movidos por ese sentimiento dos recuerdos me ha traído a las mientes la referencia de usted a la no provisionalidad de los pactos, si éstos han de ser firmes: el pactisme como acusado rasgo psicosocial de la vida catalana y algo que hace muchos años aprendí de un ilustre profesor de Derecho Romano. Vale la pena explanar este segundo recuerdo.

Distinguen los historiadores de la antigüedad clásica dos modos de entender la paz: el romano o pax (la paz como pacto para liquidar por el tiempo que sea una discrepancia) y el griego o eirene (la paz como grato hábito de la convivencia). Pues bien: me atrevo a pensar que el tan ponderado y tan plausible pactisme catalán, cualquiera que sea su contenido, tiene como deseable meta una paz a lo griego, no una paz a lo romano. En el caso que ahora importa, el pacto con el poder central hacia una pacífica y grata convivencia entre la "diferenciada" Cataluña y el resto de España, helénica y no meramente romana debe ser la paz para que en verdad sea deseable el hecho de establecerlo.

Añadiendo lo que pienso a lo que oigo, ese pacto debe extenderse a muy diversas materias de la vida colectiva: políticas, económicas, administrativas, culturales. No sólo por ser yo enteramente lego en lo tocante a las tres primeras, sino porque su importancia, siendo sin duda grande, cede para mí ante la cuarta, a ésta quiero limitar mi reflexión. Pienso, en efecto, que en dos momentos de orden cuItural -la lengua y la literatura y el pensamiento en ella expresados- tiene y debe tener su verdadero y más valioso fundamento la no uniforme y deseable unidad de España. ¿De qué serviría un bien aquilatado pacto de orden político, económico y administrativo si faltase en él un reconocimiento mutuo, expreso y eficaz de lo que en el orden de la lengua y la cultura escrita exige al modo helénico de la paz, no su modo romano?

Ese reconocimiento pide a mi juicio -más de una vez lo he dicho- el cumplimiento de tres requisitos: que los catalanohablantes de Cataluña usen como más suyo el idioma catalán, pero que a la vez sepan y puedan usar como también suyo el idioma castellano, en tanto que común a todas las autonomías que componen el Estado español; que los castellanohablantes catalanes puedan usar y usen como más suya la lengua castellana, pero que a la vez puedan usar y usen como también suya la lengua catalana; que en la educación primaria y secundaria del resto de los españoles se procure cierto conocimiento y una justa estima ción de las culturas españolas no castellanas. Si Cataluña llega a independizarse políticamente del resto de España, cosa que para mí y para tantos españoles en modo alguno es deseable, el castellano seguirá teniendo vigencia en Cataluña. El barcelonés y el madrileño, el ampurdanés y el manchego seguirán entendiéndose oralmente entre sí. Pero dentro de medio siglo, ¿seguirá habiendo entre los catalanes cultos un conocimiento y una estimación de la cultura española en castellano equiparables a los que desde la Renaixença hasta hoy mismo han mostrado, valgan estos ejemplos, Verdaguer y Maragall, Riba y Carner, Manent y Espriu? Para mí, una viva preocupación. Y para decirlo todo, un secreto temor.

Jordi, debo y quiero serle sincero. No conozco en su pormenor cómo la inmersión lingüística en el catalán se practica en los centros catalanes de primera y segunda enseñanza. No puedo emitir, por tanto, un juicio terminante acerca de ella. Pero, por lo que oigo y leo, tampoco puedo evitar que predomine en mí una respuesta negativa a esa grave interrogación. Y como creo que, es inherentes a todo idioma y las propias del idioma castellano, la expresión escrita de éste es y seguirá siendo un tesoro -¿será necesario aducir las docenas de nombres que van desde Berceo y Jorge Manrique hasta Juan Ramón y Antonio Machado?-, mucho temo que, salvo excepciones, los catalanes cultos del siglo XXI no podrán disfrutar de él en la medida en que lo hicieron Verdaguer y Maragall, Riba y Camer, Manent y Espriu.Sé que en casos excepcionales, tal el de Salvador de Madariaga, es posible a un hombre culto hablar como más suyo un idioma y como también suyos dos o tres más. Sé también que algunos catalanes -más de los que yo quisiera- íntimamente preferirían hablar como más suyo el catalán y como también suyo el inglés y no el castellano. Pero mientras no se me demuestre lo contrario pensaré que lo verdaderamente adecuado a la realidad histórica y social de Cataluña es la fórmula de convivencia lingüística que antes he propuesto.

A tantos catalanes cultos -entre ellos, los políticos: usted, Roca, Duran Lleida, Molins e tutti quanti- oigo hablar un castellano fluido y correcto, y me atrevo a suponer que sin pensar en ello todos considerarán también suyo ese idioma, y en consecuencia el tesoro cultural de poseerlo. E inevitablemente me pregunto: como catalanes que una y otra vez proclaman su catalanismo no independentista, ¿pensarán en la alta probabilidad de que sus nietos y sus bisnietos -más generalmente: los catalanes del siglo XXI- desconozcan el tesoro que con cuantas deficiencias se quiera es la cultura en castellano o sientan incómodo el acceso a él? Quisiera estar equivocado respecto a la posibilidad de que algo que, si se produce, por mi edad no llegaré a ver. Pero como viejo amigo de una Catalunya gran dentro de una Espanya gran, dos incitantes metas para los españoles del siglo que está llegando, no puedo evitar en mí, Jordi, el vivo deseo de que esa equivocación se produzca. Sólo de ese modo podrá tener un definitivo final helénico y no una permanente interinidad romana el pacto que preludia y exige la actual Constitución de España.

Pedro Laín Entralgo es miembro de la Real Academia Española.

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