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Hablar en necio

Son bien conocidos los versos de Lope de Vega referidos a sus comedias: "Porque como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto". Lope se desahogaba en ellos contra los preceptistas de la época, que no admitían su teatro, y eso, dicen los expertos, justifica el desahogo, si es que hablar en necio, me permito precisar, puede alguna vez justificarse. Casi cuatro siglos después de haber sido escritos esos versos, nuestro secretario de Estado de Cultura acaba de decir algo parecido en relación con el cine. El Estado, ha venido a señalar, sólo ayudará a las películas taquilleras; lo que importa ante todo es ganar espectadores. Ni excepción europea ni gaitas por el estilo. El ejemplo francés, tan digno en su defensa de una cinematografía propia, es sólo bueno tratándose de Mururoa. Aquí, cine norteamericano a todo trapo, y si la industria nacional quiere sobrevivir, ya lo sabe: a dedicarse a imitar al difunto Martínez Soria, Con perdón: a hablar en necio, a rodar en necio. Lo demás son monsergas de cuatro cultiniparlos.Que en los nefastos años que van de 1982 a 1994, según la particular valoración del secretario de Estado de Cultura, el cine español haya conseguido dos oscars y otros galardones internacionales, eso, al parecer, da igual. Que nuestro cine goce por ahí de cierto cartel (valga el caso de Almodóvar), también carece de importancia. Que haya nuevos directores con ganas y con ideas, es irrelevante. El señor secretario lo mezcla todo, lo revuelve todo, lo confunde todo; por eso en sus cómputos sobre el descenso, en tan nefastos años, de la producción nacional una película S de comienzos de los ochenta tiene la misma significación que una película de calidad: se ha producido menos y ya está; da igual que el menos haya que cargarlo a la mengua de las películas S. Todo sea por el reino de la taquilla. El señor secretario cree, al parecer, que los españoles estamos bien abastecidos con Bruce Willis, Schwarzenegger y cosas así. En su simplificador discurso, cuando aboga por suprimir las licencias de doblaje y las cuotas de pantalla, no distingue entre un subproducto de Hollywood y una película de Coppola o de Woody Allen. Cinéfilo que nos ha salido.

Menudo liberalismo éste: de la mano de Popper acabamos en Martínez Soria (con perdón). Puestos a ayudar al cine, se suben, mediante la oportuna tasa, los precios de las entradas -así irá más gente a ver lo mismo, corregido y aumentado- y que las productoras pongan la mano. La verdad es que no sé por qué no se les había ocurrido antes a otros tan novedosa forma de ayuda, porque el sistema es de una gran inteligencia: ayudo con el dinero ajeno. Ahora queda que nos explique el señor secretario de Estado qué piensa hacer con TVE y los derechos de antena. Como siga en sus taquilleras trece, ya podemos ir despidiéndonos definitivamente del cine español, salvadas, eso sí, la sal gruesa, el chascarrillo, las violeteras que tanto les gustan a algunos municipales y todo eso.

¿Pero no será que la cuestión es ahorrar en inversiones culturales cuanto se pueda? A lo mejor se trata de esto y quizá lo confirme la ministra del departamento, que ha decidido primar, llegado el caso, a un colegio privado sobre otro público. Ah, los grandes beneficios. que para la colectividad tienen las altas enseñanzas de sores y de prestes. Pero éstas son las contradicciones -emplearé el término antiguo, qué le vamos a hacer, uno no se ha reciclado- del neoliberalismo. Porque la libertad de empresa y el Estado mínimo tienen sus límites, claro que los tienen, cuando aparecen los amigos o los simpatizantes. Dos personajes de Carlos Fuentes lo señalan contundentemente en la última y espléndida obra del escritor mexicano, La frontera de cristal: "...él [alguien que hace negocios con el Pentágono] dice que adora a Reagan porque acaba con el Gobierno y baja los impuestos...", comenta uno de ellos. "Son unos cínicos. Quieren la libertad de empresa para todo, menos para armar ejércitos y salvar a financieros pillos", replica el otro.

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Las proclamaciones ultraliberales son, en efecto, tan peligrosas como inconsecuentes. La economía liberal químicamente pura no existe, todo el mundo lo sabe, y los que más lo saben son los neoliberales, lo reconozcan o no. El sentido común dicta que la cultura española precisa de ayudas oficiales, aunque lo ideal sería, desde luego, que no las necesitara, pero estamos hablando del país del que estamos hablando y especular en otro sentido es ganas de perder el tiempo o de introducir de matute un mensaje preciso, que es inconfesable de viva voz: la cultura no interesa demasiado; la diversión, que se la pague cada uno de su bolsillo. Pero ayudar oficialmente a la cultura no significa -¿hay que recordarlo?- apoyar a los amiguetes, ni despilfarrar el dinero público, ni imponer criterios y pautas a la creación; sólo significa que es preciso racionalizar el gasto y valorar su repercusión, que no puede hacerse al peso. Porque las minorías, que pueden ser inmensas, como bien sabía Juan Ramón Jiménez, también existen. Existen y tienen derecho a existir y a decir su nombre v a ser atendidas.

El cine posee un componente industrial de tal envergadura que o la Administración lo apoya o, de lo contrario, dejará de existir en España como expresión propia, lo cual sería una barbaridad. Desde la Administración no se pueden primar los productos mediocres ni las expresiones artísticas meramente estándar. Las masas en modo alguno son una referencia cultural. Shakespeare no es quien es porque haya mucha demanda para ver sus obras. En esta carrera siempre ganarán los reality shows, los culebrones, los espectáculos verbeneros, todos los descendientes de Martínez Soria (con perdón). Entre Hamlet y La ciudad no es para mí -por citar un indeleble título del desaparecido actor-, en el cine y en el teatro, La ciudad... se llevará siempre el gato al agua en la taquilla. Efectivamente, al vulgo le gusta que le hablen en necio.

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