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Al aire

Aplazar la sensatez, acordar incumplimientos y hasta rechazar la curación son, hasta la fecha, los principales logros de las anteriores reuniones internacionales sobre el tratado del cambio climático. La que se está celebrando ahora en Ginebra, con la participación de la mayor parte de los países del mundo, puede anclarse en ese torpe continuismo. Tras el jarro de agua fría que supuso la anterior cumbre de Berlín, esta vez debería apostarse con descaro por lo contrario. Es decir, por oír a los científicos y cumplir los acuerdos de la Cumbre de Río de Janeiro. No podemos seguir confiando en que algún factor hoy desconocido venga a aliviar las casi seguras perversas consecuencias de una creciente contaminación atmosférica. La mejor inteligencia es la que se anticipa, no la que cura.

Hay, más que suficiente certeza científica y capacidad de extrapolación para estar virtualmente seguros de que el cambio climático está aquí y tiene una causa. Lo primero queda demostrado no sólo por el hecho de que el pasado año fuera el más cálido de la historia, sino también porque lo fueron ocho de los once últimos ejercicios. Hace diecinueve años que la temperatura global media está por encima de los 12 grados. Es más, ya estamos un grado más calientes que hace 50 años en cuanto a las temperaturas medias del planeta en su conjunto, es decir, midiendo los valores térmicos de centenares de estaciones terrestres, marinas y atmosféricas de múltiples latitudes y longitudes.

El agente causante tampoco ofrece dificultades a la hora de su identificación. Al aire van a parar algunas de nuestras menos deseables inmundicias. Si los vertederos terrestres y acuáticos están desbordados, no menos el todavía mayor que supone la atmósfera. Sólo de anhídrido -carbónico la principal hez de nuestro acelerado metabolismo social- emitimos unos 8.000 millones de toneladas. Un millón por hora. Circula por ahí arriba, año tras año, dos veces más C02 del que pueden absorber los sumideros naturales: las algas y el placton de los mares junto a los bosques y las praderas de las tierras. Es más, centenares de modelos de simulación realizados por meteorólogos de diversas naciones dan como seguro nada menos que un incremento de 2,5 grados más antes de que acabe el próximo siglo.

Las consecuencias de estos procesos en marcha y hasta acelerándose son infinitamente más peligrosas y caras que disminuir las emisiones. Algo que puede conseguirse perfectamente sin que caiga el producto interior bruto de ninguna de las economías basadas precisamente en la quema de combustibles fósiles.

En paralelo hay que tener en cuenta una sencilla cuestión ética. Porque conviene comenzar a considerar como injusto que tan sólo unos pocos países del mundo; los que albergan a esa quinta parte de la humanidad agraciada por el desarrollo económico, dañe en un 80% a la atmósfera, incuestionable patrimonio común de todos.

Cuesta creer que no haya una entusiasta adhesión e inmediata puesta en práctica de este crucial tratado. Recuperar la transparencia y esquivar las calorinas no sólo es necesario desde un punto de vista ecológico, también económico. Hay dinero para descontaminar y aumentar la eficiencia energética. Ahorrar contaminantes es productivo, disminuye los gastos. Pero de lo que podemos estar seguros es de que nunca habrá recursos -ni humanos, ni técnicos, ni presupuestarios- para frenar la -inseguridad alimentaria, el avance de los desiertos, la recolocación de la mayoría de los sistemas naturales y el aumento del nivel del mar.

Aducir como, a imagen y semejanza de Borrell, hace- la señora Tocino, que contaminar menos compromete aspectos económicos es renunciar a la condición de máximo responsable de Medio Ambiente y someterse a los dictados de lo que degrada. Compararse con otros más sucios para esquivar el compromiso propio es carecer de criterio y de responsabilidad con el más delicado de los medios vitales. Un retroceso, pues .

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