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Lo que debe ser una política de izquierdas

Es fácil definir una política de derechas: consiste en adecuar la economía y sociedad nacionales a las exigencias de los mercados internacionales, y en particular de los mercados de capitales. Hay que reducir los déficit del Estado o de la Seguridad Social, aumentar la flexibilidad laboral y afirmar que a largo plazo llevará a la creación de nuevos empleos al hacer más competitiva la economía, disminuir los impuestos que pesan sobre las categorías en las que se encuentran los empresarios, reducir el número e importancia de las empresas públicas, etcétera. El conjunto de los objetivos de la política de derecha forma un todo coherente, tan coherente que hasta los gobiernos de izquierda parecen a menudo apoyarlo. Resulta incluso comprensible que Giovanni Agnelli acabe de declarar a un público de banqueros internacionales que el mérito de la izquierda estaba en que podía hacer en ocasiones, lo que la derecha no lograba, es decir -en países como Italia-, volver al sistema monetario europeo, disminuir el déficit fiscal y la inflación y entrar lo antes posible en la moneda única.Hay tanta verdad en esa declaración que debemos preguntarnos si todavía puede existir una política de izquierdas o si hay que reconocer que en la actualidad domina un "pensamiento único", como se dice en Francia, lo que justifica también la extrema izquierda como la de Rifondazione, o Izquierda Unida, o como el partido comunista francés y los sindicalistas e intelectuales que se convierten en sus aliados en la oposición a los objetivos de Maastricht. Desde luego, si la realidad es ésa, la vuelta de la izquierda al poder sería imposible durante un largo tiempo, y sólo podríamos escoger entre un centro-derecha- a veces disfrazado de centro-izquierda y una izquierda reducida a un papel de protesta e incapaz de proponer un programa de gobierno. Esta idea es retomada en una forma aún más simple por todos los que piensan que, para seguir siendo competitiva, Europa debe aceptar un retroceso de sus sistemas de protección social, que suponen una carga mucho mayor para el presupuesto de los Estados europeos que para el de EE UU o el de Japón.

Hay que oponerse a estas opiniones dominantes en la actualidad. Pero veremos que la respuesta que se propone obliga a decisiones difíciles de tomar. Esta respuesta descansa sobre una observación simple: los recursos del Estado no sólo se reparten entre actores del desarrollo económico y gastos de seguridad social: también garantizan el funcionamiento de las administraciones públicas, pero en ese terreno es difícil imaginar una fuerte disminución de gastos mientras crece rápidamente la enseñanza superior y aumentan los costes de la seguridad pública. Se puede ahorrar en los gastos militares, pero resulta muy difícil pensar que nuestra seguridad exterior no se verá amenazada en los próximos 30 o 50 años.

Quedan tres terrenos de gastos en los que debe llevarse a cabo una acción decidida de reducción si se quiere conservar el modelo social europeo, es decir, la combinación de una fuerte modernización económica, demasiado lenta en la actualidad, y una sólida protección social, muchas veces insuficiente en la actualidad, en particular para los ancianos que necesitan cuidados y los disminuidos físicos o psíquicos. Estos tres terrenos son: las subvenciones económicas a las empresas, las subvenciones sociales y los regímenes sociales de ciertas categorías de trabajadores del sector público.

Las subvenciones económicas y sociales están constituidas en una parte muy importante por el denominado tratamiento social del desempleo. Algunas medidas tienen efectos económicos y sociales muy positivos. En Francia, por ejemplo, una política inteligente tiende desde hace varios años a liberar a las empresas de las importantes cargas sociales que pesan sobre los salarios bajos, y por tanto sobre los empleos de baja cualificación, que son los más directamente amenazados por el paro, y a sostener con los impuestos de todos lo que antes se exigía a las empresas. Esta medida es ciertamente necesaria y tiene una gran amplitud.

En cambio, numerosas ayudas otorgadas a las empresas, en particular para la contratación de jóvenes, sólo conducen -según la expresión de Michel Rocard- a cambiar el orden de la cola sin disminuir la longitud de la misma. Paralelamente, en Francia se ha llegado al punto de que un parado cueste casi tanto (120.000 francos anuales; alrededor de tres millones de pesetas) como el salario mínimo de un trabajador. Igual que sería absurdo y criminal reducir la ayuda a los parados sin una contrapartida, es indispensable sustituir la ayuda a los parados por la ayuda al empleo, al menos en una cierta proporción.

Por último, en el sector público hay categorías importantes que disponen de ciertas ventajas, en particular en cuestiones de jubilación, que ya no están justificadas. ¿Por qué los maestros franceses, la categoría con mayor esperanza de vida, se jubilan significativamente antes de la edad legal para el conjunto de los trabajadores?

Ante tales observaciones, muchos votantes de izquierdas protestan diciendo que se está intentando reducir los derechos adquiridos y agravar la situación de los trabajadores cuando es en la cima de la sociedad y de la riqueza donde hay que aumentar la recaudación. Hay que responder a esa reacción, porque está en juego la propia naturaleza de una política de izquierdas. La mayor parte de las subvenciones estatales sirven para proteger, e incluso reforzar, la vasta clase media que se ha formado a lo largo de las tres o cuatro últimas décadas. Pero esta política, cuyas razones pueden comprenderse fácilmente por que defiende los intereses de lo que todavía es una mayoría, es incompatible con los dos objetivos que casi todos reconocen como prioritarios: la lucha contra la pobreza y la marginación y la competitividad internacional. Igual que es inaceptable reducir la Seguridad

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Social, el seguro de enfermedad o la ayuda directa a los parados, sobre todo los de larga duración, hay que disminuir las subvenciones a las empresas que no crean empleo, reducir las ventajas relativas de determinadas categorías cuando no correspondan a trabajos especialmente penosos o peligrosos y dar al mayor número de gente posible la posibilidad de trabajar en lugar de recibir asistencia. La política de asistencia no ayuda a los más débiles o a los más pobres: ayuda a empresas o categorías sociales amenaza das o relativamente debilitadas. La izquierda tiende a defender a las categorías a las que ayudó a entrar en la clase media: categorías que, si bien no puede decir se de ellas que se hayan aburguesado, ya no son, desde luego, las más pobres ni las más amenazadas, sobre todo en el caso de los trabajadores del sector público, principal base de apoyo de la izquierda. Tengamos en cuenta que, en Francia, el primer partido obrero no es ni el partido comunista ni el partido socialista, sino, con gran diferencia, el Frente Nacional, al que vota el 30% de los obreros. Ayudando a los trabajadores bien protegidos del sector público no se evita que los obreros poco cualificados de sectores económicos en declive emitan un voto de protesta, de sufrimiento y de desesperación.

Es difícil elaborar y poner en práctica una política de izquierdas, porque implica una tensión con una parte importante del electorado de izquierdas: pero no hay otra posible. Debemos retirar recursos del centro para llevarlos hacia las alas, por un lado hacia la innovación económica y científica y por otro hacia la lucha contra la marginación. Mientras la izquierda no realice esta auténtica conversión, estará condenada a dejar gobernar a la derecha.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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