La noche colombiana
Colombia parece haber destronado a México como el país que puede jactarse de tener la clase política más corrupta de América Latina. Esto se hizo evidente el pasado 13 de junio cuando la Cámara de Diputados colombiana puso punto final al llamado "juicio del siglo" -en verdad, una intrascendente mojiganga- contra el presidente Ernesto Samper, absolviendo a éste, por 111 votos contra 43, de la acusación de haber recibido dinero del narcotráfico durante la campaña electoral de 1994.Como era imposible negar lo que estaba probado hasta la saciedad, por confesión de altos responsables de la propia operación dolosa -entre ellos, el ex-ministro de Defensa y ex-jefe de campaña de Samper, Fernando Botero, y el ex-tesorero de la misma, Santiago Medina-, es decir, que el cartel de Cafi había subvencionado con varios millones de dólares -por lo menos, seis- la candi datura de Samper, los Padres de la Patria. colombianos optaron por decretar que aquel tráfico se hizo sin conocimiento ni sospechas del actual mandatario. Según la tesis aprobada, éste no sería, pues, un corrupto de bolsillos untados por los narcos sino, apenas, un calzonazos, un tetelememe inimputable que no se enteraba de. nada de lo que ocurría a su alrededor ni de los manejos de sus más íntimos colaboradores, aquellos a los que, por serlo, confió la delicadísima tarea de recolectar y administrar los fondos de su campaña y dirigirla. Esta sentencia atornilla a Samper en el poder y lo sal va de la cárcel, pero parece difícil que convenza a nadie. Sobre todo, juzgando lo que ha sido el comportamiento del jefe de Es tado de Colombia en este peno so episodio, es obvio que se lo puede tachar de muchas cosas, pero no de ser un bobalicón tan distraído.
¿Cuál es la explicación de que aquellos 111 diputados hayan dado ese espectáculo que los desprestigia y desprestigia aún más de lo que está a su infortunado país? No se necesita una imaginación de novelista para saberlo, la respuesta está al alcance del espíritu más embotado y menos suspicaz. Que un buen número de aquellos honorables representantes también fueron, están siendo o esperan ser untados por los dólares del narcotráfico, una entidad industrial y financiera que, a todas luces, funciona con más eficacia, paga mejores salarios, es más seria e inspira más lealtad y miedo que el Estado colombiano. Éste, con sus instituciones fagocitadas o paralizadas por el dinero, las pistolas, bombas y secuestros del narcoterrorismo, da cada día más la impresión de ser no sólo inoperante, sino una mera: fachada sin sustancia, una ficción, y no precisamente en la entretenida y brillante variante mágico-realista; más bien, en la siniestra y truculenta de las novelas de horror. Otro grupo de diputados actuó, sin duda, por espíritu de cuerpo, anteponiendo su solidaridad con su partido o su gobierno a la responsabilidad contraída con los electores que los llevaron al escaño que ahora ocupan. No por extendida es esta práctica menos nefasta y nada ha contribuido tanto en América Latina como ella, en el pasado y en el presente, a socavar la democracia y crear el clima propicio para su desplome.
Al mismo tiempo que este suceso se llevaba a cabo a plena luz, bajo el diáfano cielo bogotano, otro, concomitante, pero más discreto, se cocinaba a cuatro bandas, entre la presidencia de Colombia, la OEA (Organización de Estados Americanos), una pandilla terrorista y el incombustible Fidel Castro. El arquitecto Juan Carlos Gaviria, hermano del ex-presidente y actual secretario general de la OEA, César Gaviria, que había sido secuestrado por un grupo de obediencia e ideología castrista autodenominado "Dignidad de Colombia" para hacer presión sobre la Cámara de Diputados a fin de que condenara al presidente Samper (amenazaban con asesinar a su víctima en caso contrario) era liberado vivo, aunque ferozmente maltratado y casi tullido -sus captores lo tuvieron mes y medio, encogido en un reducto sin luz "y del tamaño de un baúl", según un reportero-, horas antes de la absolución parlamentaria.
Esta liberación era el resultado de una complicada negociación tripartita, de la que se conocen sólo puchos -lo probable es que nunca se revele todo lo negociado y acordado-, entre los secuestradores, el gobierno de Colombia, el secretario general de la OEA y el Comandante de las barbas, quien, solicitado por estos dos últimos para que interpusiera sus buenos oficios con sus protegidos y seguidores del grupo "Dignidad de Colombia" (¿entrenados en Cuba en las técnicas de la guerra revolucionaria, por ejemplo, el secuestro y tortura de inocentes civiles para poner de rodillas al despreciable poder burgués?), aceptó de buena gana "por razones humanitarias y sin que ello signifique inmiscuirse en los asuntos internos de Colombia" (como dice el delicioso comunicado de La Habana) mediar con los secuestradores, a quienes, en vista de su buena disposición y espíritu cooperador, premió con un asilo sin término, en Cuba, el país de sus amores revolucionarios. ¿Estarán ahora tostándose, mezclados con los turistas, en las blancas arenas de Varadero, con la conciencia limpia que da el deber cumplido?
¿Cómo hubiera podido negarse Fidel Castro a la amistosa solicitud del Presidente de Colombia y el secretario general de la OEA? La Organización de Estados Americanos acababa de prestar un señalado servicio a la dictadura cubana en su reunión de Panamá, aprobando -por 37 votos contra 24, y entre aquéllos el del enviado de Samper- una resolución contra la ley Helms-Burton destinada a penalizar a los empresarios extranjeros que se lucran con propiedades expropiadas en Cuba a ciudadanos de Estados Unidos. ¡Qué providencial coincidencia! Cuando, hace tres años, Estados Unidos impuso a César Gaviria como secretario general de la OEA sobre el canciller costarricense, a quien, a base de presiones escandalosas, arrebató los votos de los países latinoamericanos que se habían comprometido a respaldarlo, el Departamento de Estado creyó haber puesto a la cabeza de esa inservible institución a un mayordomo de lujo. Escribí entonces que el suyo era un cálculo arriesgado y seguramente equivocado, pues el señor Gaviria había mostrado, en el apoyo desembozado que prestó a la legitimación internacional del régimen autoritario de Fujimori y
Pasa a la página siguiente
La noche colombiana,
Viene de la página anterioren sus contubernios con la dictadura de Cuba, una amoralidad y falta de escrúpulos que podrían acarrearles algunas sorpresas a sus flamantes patrocinadores. Se las han llevado y se lo tienen bien merecido.
En esta historia de doble fondo, las figuras que menos disgusto inspiran -la verdad es la verdad y hay que decirla- son los rufiantes de "Dignidad de Colombia" y su modelo y mentor, Fidel Castro. Ellos, al menos, no han engañado a nadie y actuado transparentemente como lo que son -gentes convencidas de que el fin político justifica todos los medios, empezando por el terror y el chantaje- y si se han salido con la suya, gracias a la Presidencia de Colombia y la Secretaría general de la OEA ¿por qué se lo reprocharíamos a ellos?
Los demás figurantes de la. farsa, en cambio -y, en especial los 111 parlamentarios del voto absolutorio- han servido para mostrar el vertiginoso empobrecimiento de la decencia, la coherencia y el sentido de la responsabilidad en buena parte de la clase política de un país que, no hay que olvidarlo, en la forma aunque no en el fondo, goza del privilegio de la legalidad y de la libertad desde hace más tiempo que la gran mayoría de países latinoamericanos. Si se sigue. envileciendo de este modo, lo que queda aún de democracia en Colombia puede tener un deceso a la peruana, y con el beneplácito de muchísimos colombianos.
Cuando el 5 de abril de 1992 el presidente Fujimori, en complicidad con las Fuerzas Armadas, dio el golpe de Estado que acabó con la democracia en el Perú, el mundo entero se asombró de que, salvo una reducida minoría, el pueblo peruano se mostrara indiferente o entusiasta cuando los tanques y las bayonetas cerraron el Congreso y despacharon a los representantes elegidos a paso de polca a sus casas. Ese Parlamento había pecado, sin duda, de ineficiencia, garrulería y demagogia-, pero no había caído ni remotamente en el descrédito en que han puesto al suyo los 111 diputados colombianos con su voto del 13 de junio. ¿Esperan esos personajes que el pueblo salga a defender su investidura si el día de mañana -los dioses no lo quieran- los tanques o bandas de guerrilleros clausuran el Congreso de Colombia con el argumento fujimorista de que esa institución inútil, costosa y corrompida hasta los tuétanos es un estorbo para el progreso del país?
Es verdad, sin embargo, que la dignidad democrática de Colombia no ha quedado desbaratada del todo, pues, además de los 43 votos que salvaron el honor de la Cámara de Diputados, numerosas organizaciones, medios de comunicación, periodistas, dirigentes gremiales e intelectuales. y también políticos han combatido contra el enjuague y la impunidad y por el restablecimiento de la limpieza y la transparencia en la vida pública del país. Quiero destacar, entre todos ellos, por insólito en América Latina, el caso de un gran número de empresarios que, encabezados por un auténtico liberal -don Hernán Echevarría Olózaga-, han estado en la vanguardia de la movilización a favor de las sanciones contra el Presidente contaminado y sus cómplices (qué diferencia con sus colegas del Perú, diligentes alcahuetes en, la destrucción del Estado de Derecho de su Patria), es decir, de la purificación de la maleada democracia. Aunque hayan perdido esta batalla, ellos representan todavía una esperanza, un débil rayito de luz en la noche colombiana.
Copyright Mario Vargas Llosa, 1996.
Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, 1996.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.