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En defensa del Estado de binestar

En los últimos años hemos oído un coro de voces cada vez más intenso que nos dice que el Estado de bienestar es demasiado caro y que sus costes sociales tendrán que ser reducidos de manera drástica en nombre de la "competitividad" de la economía mundial actual y futura. Este sombrío panorama surgió a raíz de la formación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y el fuerte aumento de los precios del petróleo en 1973. Luego, en los años ochenta, los EE UU conservadores de Ronald Reagan demostraron que una economía menos regulada y con menos costes sociales que la europea podía crear más empleos (a costa de ampliar constantemente el abismo entre ricos y pobres). Pero lo más importante, psicológicamente, fue la caída de la URSS en 1991, cuando el fracaso total del socialismo autoritario fue convenientemente interpretado para que también significase que todas las formas de socialismo democrático estaban condenadas al fracaso.Antes de suponer que la prosperidad capitalista y el Estado de bienestar son incompatibles, quizá merezca la pena recordar lo que ese Estado ha hecho por algunos cientos de millones de seres humanos durante la segunda mitad de siglo. Ha dado al "hombre corriente" de la Europa democrática, EE UU y los dominios de la Commonwealth británica el nivel de vida más alto y la mayor gama de opciones económicas y profesionales de que ha dispuesto nunca la población en general de ninguna sociedad conocida.

En Europa occidental y Escandinavia, donde se ha desarrollado más plenamente, los Gobiernos han asumido la responsabilidad del Estado del bienestar mínimo tanto de sus ciudadanos como de gran parte de los trabajadores extranjeros empleados en sus industrias. Han considerado la educación primaria y secundaria, los servicios básicos de sanidad, el seguro de desempleo y las pensiones de la tercera edad como derechos de todos los residentes legales. Han proporcionado varias semanas de vacaciones anuales pagadas y, por consiguiente, han permitido a la mayoría de la gente viajar por placer por primera vez en la historia.

El aumento del dinero disponible, además de una seguridad económica y médica básica, ha hecho posible que gente que siempre había vivido al borde de la miseria adquiera bicicletas, automóviles, lavadoras, radios y televisores; alquile o compre apartamentos con agua corriente, gas y electricidad, y lleve ropa de su propia elección confeccionada a máquina en una amplia variedad de estilos, tejidos y colores. El dinero excedente y el transporte público han hecho también posible que casi todo el mundo asista a competiciones de atletismo, juegue al fútbol, al tenis y al voleibol en instalaciones deportivas municipales, y nade en piscinas en las que el agua se mantiene limpia y hay duchas para antes y después de nadar.

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La sociedad descrita floreció más o menos desde 1950 hasta 1980, pero desde entonces está cada vez más puesta a prueba, en la mayoría de los casos por razones económicas. La recaudación de impuestos es insuficiente para cubrir los gastos de construcción y mantenimiento de los parques e instalaciones deportivas. Se considera que las contribuciones de los empresarios a la sanidad y a las pensiones de jubilación añaden demasiado al coste total de la producción. La industrialización de China y del sureste asiático, junto con la transferencia electrónica de capital en todo el mundo, ha permitido que los bienes de consumo y los servicios que, en su totalidad, se solían suministrar localmente se importen o se contraten en países con mano de obra altamente cualificada, con escalas salariales mucho más bajas y con unos costes de producción sin parangón con los del Estado de bienestar europeo. Si uno cree que una economía capitalista salvaje mundial nos proporcionará el mejor de todos los mundos posibles (la suposición básica de quienes condenan el Estado de bienestar, "no competitivo" y "estancado") no hay, efectivamente, alternativa a las reducciones drásticas del gasto social como único medio de seguir siendo competitivos respecto a los países de reciente industrialización y salarios bajos.

Pero ¿nos proporciona la economía capitalista salvaje el mejor de todos los mundos posibles? De la misma manera que parece que el final de la guerra fría y la desaparición de la URSS nos han devuelto a una constelación de grandes potencias soberanas y sus Estados y regiones nacionalistas clientes como la que había antes de la I Guerra Mundial, también parece que han restaurado la psicología capitalista de arruina a tu vecino y un perro es un perro de antes de 1914. En presencia de Milton Friedman, Margaret Thatcher y los banqueros inversores yuppies, tanto de Occidente como de la Santa Madre Rusia, vacilo en referirme al pensamiento de ese desacreditado ideólogo del siglo XIX llamado Karl Marx. Pero en el Manifiesto comunista de 1847, ese provocador académico señalaba que el capitalismo había alcanzado el sistema productivo más eficaz de la historia de la humanidad, pero había fracasado completamente a la hora de resolver los problemas de distribución que le acompañan.

Cuando leo las páginas de economía de ahora pienso que los poderes fácticos contemporáneos deben de estar ansiosos por restablecer la situación descrita por Marx hace 150 años. Cuando se da la noticia de que ha aumentado la creación de puestos de trabajo, la bolsa baja. Aunque pueda parecer una reacción extraña, tiene respuesta: si baja el paro, podrían aumentar los salarios (Dios nos ayude), a lo que seguiría la consiguiente inflación, que reduciría el valor de nuestras carteras de valores.

Como en los ciclos del capitalismo del siglo XIX, ninguno de los gurus del capitalismo salvaje parece plantearse la cuestión de quién comprará sus productos si al reducir los costes de producción en forma de salarios y prestaciones de la seguridad social también suprimen la capacidad de millones de asalariados de seguir comprando esos productos. ¿Tiene sentido reactivar el factor producción de la economía mientras se debilita deliberadamente el poder adquisitivo del consumidor?

Si queremos evitar retroceder a la impersonal crueldad de

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En defensa del Estado de bienestar

es historiador.

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