Vida y muerte de un explorador
No siempre la vida sana es un seguro de longevidad, ni lo contrario supone condenarse a una muerte prematura. Tres cuartos de siglo es una cifra considerable para alguien que hizo del uso de drogas la línea medular de su existencia. Claro que es muy poco comparado con los más de 90 años espléndidos que luce todavía el descubridor del LSD, Albert Hoffmann. Valga esta reflexión impía hecha el día de la muerte de Timothy Leary, el gran gurú de la contracultura, para reivindicar lo que supusieron aquellas experiencias con drogas alucinógenas y sacarlas, aunque sea por un día, del siniestro saco de la droga, tal como se entiende en nuestros tiempos.Porque el retrato no encaja. Los primeros cuarenta años de la vida de Timothy Leary transcurrieron en la más absoluta normalidad convencional. Nadie hubiera podido imaginarse que aquel cadete de la academia militar de West Point, que cursó los estudios de psicología en la Universidad de Alabama vistiendo uniforme, acabaría convirtiéndose, en la década de los sesenta, en el propagandista máximo del uso de drogas alucinógenas, el gran sacerdote del LSD, lo que le llevaría incluso a huir de la justicia y abandonar su país, para ser más tarde detenido en Afganistán por agentes antinarcóticos, extraditado y condenado a 25 años de cárcel, de los que cumplió tres antes de salir en libertad condicional.
Ni fue el único, ni fue el primero, ni siquiera se puede decir que sus escritos sobre experiencias sicodélicas constituyan una aportación realmente importante sobre el tema. Cuando el todavía respetado profesor de la Universidad de Harvard probó los hongos alucinógenos por primera vez, en México, muchos otros le habían precedido; desde Antonin Artaud hasta Albert Hoffman -el descubridor del LSD- y su amigo el escritor Aldous Huxley.
La diferencia es que Leary dejó de ser un académico y se convirtió en un activista, en un agitador social, y se encontró con el caldo de cultivo de las universidades norteamericanas durante la década de los sesenta, donde todo parecía posible. Y a veces hasta lo era, aunque en Harvard no apreciaron su discurso y lo despidieron.
Tuvo su momento de gloria, fue perseguido y encarcelado y, cuando salió, su tiempo había pasado. Entonces se dedicó a explotar su propio mito, utilizando con habilidad los circuitos mediáticos norteamericanos.
Pero eso no le descalifica, porque Leary ya era para entonces un gran explorador, alguien que se había paseado por toda clase de territorios desconocidos. Le faltaba el último viaje. Fiel hasta el final, ya en el lecho de muerte, Timothy Leary se incorporó y lanzó su última pregunta: "¿Por qué no?" Y se respondió con un grito: " Yeah".
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