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Tribuna
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La fiesta políticamente correcta

Ahora que entre los congéneres del derecho constitucional y la sociología política practican con denuedo, la composición de lo "políticamente correcto", algo así como el conjunto de convenciones en virtud de las cuales se aceptan o no reglas de comportamiento para andar por el mundo por la vía de la normalidad y sin atisbo alguno que permita despertar sospechas de desviación, no significa aventura la pretensión de ensayar una guía taurina "políticamente correcta". Es decir, aquella que procure la "normalización" de la fiesta por el sendero de la unificación de opiniones, usos, costumbres y hábitos hasta su desembocadura en la homologación de conceptos y formas.Así, y para empezar por el toro como uno de los protagonistas del invento, poco a poco, adquiere tarjeta de identificación la necesidad de un toro ni fiero, ni dócil, ni boyante, ni bravo, ni pastueño, ni colaborador, como rasgos predominantes, sino una especie de toro de lidia con proporciones exactas de esas cualidades para cuyo resultado se han hecho las probaturas genéticas -y si no se ha rematado, en esa línea se trabaja- Con la inestimable ayuda de los cruces e inseminaciones si preciso fuera, más bien antes que después, se logrará ese diseño de toro clónico que no respetará al paso que se camina marginalidades románticas de encastes que atesoren aún características, por ejemplo, de animales más altos de agujas, encornaduras vistosamente agresivas, conformaciones o pintas espectaculares.

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De no corregir científicamente estas "contrariedades" se entraría, pues, en líneas de crianza imperfectas y políticamente incorrectas. Con el otro partícipe en la contienda del espectáculo, el torero, sin culpar ni exculpar a nadie, esa mano invisible que pareciera tener el encargo de corregir excentricidades lleva ya años operando lenta y machaconamente por la definición del toreo no menos políticamente correcto: brega con capote en posición defensiva, negación del toreo a la verónica, inexistencia de quites o los estrictamente necesarios, entronización del monopuyazo, si acaso dos en alguna rara plaza con pluses abusivos de ventaja para el varilarguero, pares de banderillas consistentes en pasadas de trámite, faenas de muleta con concepción larguísima en el tiempo, desaparición de la distancia como rasgo fundamental de los trasteos, injustificadas temeridades -lo que se conoce en el -callejón como "arrimones" o "justificarse"-, la imposición del derechazo, la sucesión de pases por alto para "vaciar", y, por último, la degeneración de la suerte suprema, en la que se abjura cada vez con más adeptos de la obligación de matar bien los toros -"dos dedos aquí o dos dedos allá, qué más dá"-, y se legitima la adulteración.

Está a punto de ganar acreditación en el toreo la marca JASP atribuida a los jóvenes espadas suficientemente preparados en perjuicio de los asolerados toreros que no se quieren "justificar", que no desean acreditar con tiempo faenas imposibles, que no quieren, en definitiva, pasar por el aro de una fiesta "políticamente correcta", por mucha necesidad de cumplimiento de los criterios taurinos de "convergencia" que sea preciso honrar.

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