Catolicismo y nacionalismos en España
Dos artículos del profesor Javier Varela aparecidos en este diario han originado algunas reacciones poco amables, cuando no de manifiesta aspereza, entre algunos académicos y lectores del mundo catalán. Por lo que se puede leer y oír, discrepar del canon nacionalista catalán o vasco se va convertiendo entre nosotros en decisión intelectual de no pequeño riesgo. No es mi intención, en todo caso, salir en defensa de un querido amigo y un respetado colega al que le sobran recursos profesionales para defender sus puntos de vista. Sí quiero, en cambio, a partir de sus alusiones a la cuestión religiosa y sus relaciones con el problema nacional, plantear algunas hipótesis en tomó a la compleja relación entre catolicismo y discursos nacionalistas en nuestra vida pública del pasado y del presente.La naturaleza del nacionalcatolicismo ha tendido a despistar acerca de la actitud histórica de la Iglesia española en relación a nuestro nacionalismo de signo global. En tanto este tipo de nacionalismo mantuvo una estrecha relación con la cosmovisión política liberal y liberaldemocrática, el catolicismo hispano fue sustancialmente renuente al proyecto movilizador de la nación de los españoles. La Iglesia del siglo XIX, como el grueso del pensamiento ultraconservador y reaccionario de la época, no pudo menos que detectar la íntima conexión entre una revolución liberal, urbana, burguesa y modernizadora con un tipo de nacionalismo orientado al reforzamiento y cohesión de un Estado en beligerancia con el antiguo orden de cosas que el catolicismo aspiraba a mantener.
La situación española resulta, por lo demás, en perspectiva histórica, perfectamente equiparable a la del resto del mundo europeo. El conservadurismo y el pensamiento reaccionario francés, íntimamente condicionados por el peso del catolicismo, tardarán tiempo en integrarse dentro del discurso nacional, y cuando lo hagan, optarán por la vía del nacionalismo de los nacionalistas teorizada por autores como Charles Maurras o Maurice Barrès. En Alemania, desde 1870 hasta la I Guerra Mundial, el catolicismo resultará una de las fuerzas ideológicas y sociales menos comprometidas con el proceso de construcción nacional que sigue a la unificación del Estado. Los casos italiano o portugués no son menos ilustrativos de esta actitud. En este contexto, no resulta extraño que algunos sectores del catolicismo tendieran a ver con simpatía las manifestaciones de nacionalísmo etnoterritorial en tanto fueran hostiles al orden liberaldemocrático y al nacionalismo de corte político y de base estatal que servía a este orden de parcial fuente de inspiración y legitimación.
Dentro de este esquema general debe darse entrada a la prudencia y al casuismo propios de una diplomacia tan cauta y experimentada como ha sido tradicionalmente la vaticana. Puede afirmarse en este sentido que, como pauta básica, allí donde los emergentes nacionalismos de signo etnoterritorial desafiaban a Estados de confesionalidad católica, la actitud de la jerarquía eclesiástica se manifestó en contra de los nacionalismos potencialmente desintegradores. La católica Austria y su imperio, supuesta cárcel por excelencia de las nacionalidades, contó hasta el final con la comprensión y el apoyo del Vaticano. Desde que la Iglesia selló su entendimiento con el régimen español de la restauración, tendería a desaparecer el apoyo a una causa carlista que ya no recuperaría un sistemático aliento religioso hasta la proclamación de la II República. Incluso los incipientes nacionalismos periféricos, pese a su proclamada confesionalidad religiosa en el caso vasco y al significado del componente tradicional en el catalán, hubieron de conformarse con el apoyo de sectores del bajo clero, la episódica simpatía de algún integrante de la jerarquía y la reticente neutralidad de Roma.
La otra cara de este casuismo católico ante el problema vendría dada por el aliento de aquellos nacionalismos de inspiración católica enfrentados con Estados de religión protestante u ortodoxa o explícitamente hostiles a los principios religiosos. Los casos irlandés y polaco antes de la I Guerra Mundial, o el croata y el quebequés en etapas posteriores, son una clara Ilustración al respecto. El apoyo a los nacionalismos etnoterritoriales en países del centro y el este de Europa dominados por regímenes comunistas sería la última manifestación de una rodada estrategia vaticana ante la cuestión.
Volviendo a España, parece evidente que la hondura del conflicto social en los años treinta y la imprudente política religiosa de la República animaron la definición del nacionalcatolicismo aprovechando el cambio abierto por la obra de Menéndez Pelayo. No sin algunos titubeos, los hombres de Acción Española apostarían en favor de un nacionalismo de excepción como la última trinchera desde la que defender un orden económico y social sometido a serio cuestionamiento. La guerra civil aceleró este proceso, y el primer franquismo asumió, con preferencia incluso sobre un discurso filofascista, la lógica de un nacional-catolicismo tal como fue definido por los hombres de la Iglesia española y, a la cabeza de ellos, por dos destacados prelados catalanes, los cardenales Gomà y Plá i Deniel.
Este momento excepcional que resulta de la coyuntura 1931-1960 está en la raíz del equívoco al que antes aludía en la evaluación de las relaciones entre catolicismo y nacionalismo en España. A partir del aflojamiento de la dictadura y de los primeros síntomas de liberalización, el catolicismo español emprendió el distanciamiento del nacional-catolicismo que él había creado. Aunque fuera intenso el oportunismo de aquellos momentos, no siempre se supieron valorar los complejos precedentes ideológicos que favorecerían el proceso de rectificación. Porque la Iglesia podía recurrir, hechas las matizaciones que eran al caso, a viejos antecedentes en su enfrentamiento con el orden liberal-democrático y a sus más o menos desarrolladas conexiones con nacionalismos de signo periférico como modo de ilustrar su distancia en relación a un nacionalismo político de base española.
En conclusión, me parece ra-
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zonable hablar de una tensión mantenida entre nacionalismo liberal-democrático español y las proyecciones políticas de nuestro catolicismo. Esa tensión se ha materializado, en primer lugar, a través del desafío que la Iglesia católica mantuvo a lo largo de buena parte del siglo XIX al orden liberal y a sus fundamentos ideológicos. En segundo lugar, mediante la teorización y defensa, de los años treinta a finales de los cincuenta del siglo XX, de un nacional-catolicismo incompatible con el nacionalismo de la tradición liberal y democrática. En tercer y último lugar, a través del entendimiento en el País Vasco y Cataluña, a partir de la transición, con unos discursos nacionalistas de base etnoterritorial cuyos teorizadores y ejecutores políticos han manifestado una proximidad y afinidad de la Iglesia católica muy superior a la del personal político que ha gobernado en el conjunto de España de 1978 a 1996. De resultar fundadas estas conclusiones, quizá no fuera desmesurado solicitar de la Iglesia española un último movimiento ante la cuestión nacional. Éste no debería ser otro que su incorporación sincera y activa al proceso de diálogo y compromiso en materia nacional en que está inmersa la democracia española desde 1978. No resultaría un mal final para una historia sobre el particular no especialmente edificante.
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