Daniel Auteuil
En el insuperable reparto de la película de Techiné, el rostro de Daniel Auteuil -que es mitad la roca de Jean Gabin y mitad la seda de Gérard Philippe- desequilibra un poco, sin proponérselo, la magnífica armonía del conjunto. Es Auteuil diáfano incluso cuando se oscurece. Salta de la hostilidad a la amistad, de la rudeza a la delicadeza y de la violencia a la ternura, en un instante infinitesimal. Es esto lo que conocemos como el sentido de la transfiguración.Procede Auteuil del teatro y -como oímos en Un corazón en invierno y La reina Margot- verbaliza con tanta nitidez la tendencia al murmullo de su idioma, que es de los pocos actores de cine franceses en quienes se puede distinguir, casi leer en los labios, cada palabra que dice. Puede inclinar a un lado u otro sus comportamientos físicos más serenos con un esquinamiento enigmático de la mirada, con sólo fruncir los ojos. Posee la rara peculiaridad de que en su narigudo perfil se ve -como si estuviera dibujado por Picasso- su mirada frontal, por lo que hace siempre primeros planos, incluso cuando la cámara lo toma de cuerpo entero, en plano general. Y esto porque (hombre de teatro al fin) él es quien crea su propio primer plano mediante un instinto de apoderamiento de la profundidad de campo, que le va abriendo espacios a su desenvoltura y que le permite volver del revés sobre la escena los signos que busca. Auteuil es de ésos que logran extraer grandeza incluso de la representación de la mezquindad.
Si la belleza de Los ladrones proviene de la conjunción de la humildad (es decir, la inteligencia) de Techiné con la perfección del entretejido del reparto de su película, Daniel Auteuil logra ser una curiosa y fascinante disonancia, pues está siempre en la pantalla, porque cuando sale de campo seguimos viéndolo, y cuando vuelve a entrar en la pantalla no lo parece, pues no se tiene sensación de que haya salido de ella.
Son éstos unos pocos, y hay más, signos distintivos del actor de genio.
Babelia
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