¿Sabemos de qué estamos hablando?
Cuando uno quiere hacer un viaje agradable, lo mejor es buscar un plano del lugar que nos gusta, mirar los horarios de transporte y reservar el hotel, en vez de salir a la calle corriendo porque nos han dicho que hace buen día.Gran parte de las opiniones y discusiones acerca del sistema de financiación autonómica que venimos oyendo durante los últimos días se parecen más bien a la segunda conducta que a la primera, y por ello creemos que no está de más aclarar un poco de qué hablamos para después poder saber de qué discrepamos, si ése es el caso.
En primer lugar, conviene recordar que el origen del Estado autonómico es fruto de la decisión política tomada en la Constitución de 1978 y no el resultado de una reunión de economistas expertos en federalismo fiscal que lograran al final de la misma persuadir al resto de sus conciudadanos de las bondades de una provisión descentralizada de bienes públicos locales.
Viene esto a cuento porque algunas de las críticas vertidas aparentemente hacia la consecuencia (el sistema de financiación) lo son realmente hacia la causa (el modelo de Estado descentralizado). La diversidad de soluciones en cuanto a niveles de provisión de los servicios públicos descentralizados es el resultado natural del proceso de descentralización, no su perversión. Hemos incorporado al modelo de Estado la autonomía de las nacionalidades y regiones precisamente porque partimos de su diversidad de preferencias, no de su homogeneidad.
Olvidarse de esto es equivocarse desde el principio, porque puede ser, desde luego, legítimo que alguien desee que todos los españoles, en cualquier lugar y en todo momento, tengan el mismo nivel de prestación de servicios, pero entonces su preferencia es tener un Estado centralista y su incomodidad es con la Constitución de 1978 y no con el sistema de financiación autonómica, que es una mera extensión.
En segundo lugar, sería bueno precisar que al diseñar el sistema de financiación nos estamos refiriendo fundamentalmente a cómo financiar los servicios transferidos a las comunidades autónomas. Dado que autonomía y corresponsabilidad fiscal, junto con solidaridad, son los dos principios clave de todo el proceso, puede ser que por motivos de solidaridad garanticemos, hasta un cierto nivel estándar, una igual prestación de servicios en todas las
regiones, pero a partir de ahí queda abierta la puerta de la diversidad. La solidarídad, en un modelo descentralizado, debe ser entendida como igualdad deposiciones de salida, no como igualdad de resultados en un sentido ex-post.
Una vez que tengamos claro que las dos cuestiones anteriores no es de lo que estamos hablando, podemos pasar al meollo del asunto de la financiación.
Como las tres patas esenciales del sistema de financiación son los impuestos en manos de las Comunidades autónomas (para que éstas ejerzan su autonomía en el campo fiscal y exista un nivel adecuado de corres pons,abilidad fiscal), el sistema de transferencias (que garantice que las comunidades autónomas pobres se sitúen en igualdadde posiciones de salida y exista solidaridad) y el endeudamiento (para financiar una parte de los gastos de inversión autonómica que benefician a generaciones futuras), una verdadera reforma debe comprender acciones en estos tres frentes.
Lo publicado en la prensa acerca del acuerdo PP-CiU hace referencia sólo a instrumentar una medida de mayor descentralización fiscal, vía IRPF, para mejorar la corresponsabilidad, pero deja todavía sin respuesta muchas cuestiones. Aparentemente, se supone que se trata de cambiar el cómo de la financiación (más impuestos y menos transferencias para las comunidades autónomas), no el cuánto (no va. a haber, en principio, más recursos, porque esto significaría aumentar el gasto y el déficit de la Administración central o la presión fiscal de ésta), pero este punto no ha quedado suficientemente claro ni se contempla de forma explícita.
En tercer lugar, un vuelco significativo en la cesión impositiva cambia las perspectivas de: evolución futura de los recursos, por lo cual exige, simultánea y no sucesivamente, retocar el sistema de transferencias para asegurar el principio de solidaridad y que no recelen las comunidades autónomas de menor renta y se oponga de principio a la reforma.
Por último, si se quiere mantener de verdad el propósito de que España participe en la tercera fase de la unión monetaria europea, es necesario garantizar que los compromisos de endeudamiento resultantes de los escenarios de consolidación presupuestaria serán respetados (y no estaría de más divulgar qué comunidades cumplen y cuáles no, estableciendo algún tipo de consecuencias para estas últimas). Por tanto, en nuestra opinión, al principio de las propuestas, en materia de financiación autonómica, y no al final de los acuerdos.
Para lograr un sistema estable y sólido, tanto corresponsabilidad como solidaridad deben tener su lugar en el acuerdo y el resultado final debe ser igualmente satisfactorio (o relativamente insatisfactorio) para Baleares, Madrid y Cataluña, que son comunidades autónomas ricas, como para Andalucía, Galicia y Extremadura, que son relativamente más pobres.
La tarea es de gran trascendencia para el futuro de España como país y debe ser afrontada con buenas dosis de consenso político y conocimiento técnico, evitando dramatismos que, basados en posiciones subjetivas apriorísticas y errores técnicos, planteen dilemas polémicos, pero inexistentes. Y en nuestra opinión, mucho de esto ocurre en el artículo del profesor Centeno 0 Estado de bienestar o autonomías, publicado en el diario EL PAÍS el 27 de abril de 1996.
De entrada, incluso una observación casual pone de manifiesto que este dilema es artificial porque la mayoría de los países descentralizados (por ejemplo, Alemania, Suiza, Canadá o Estados Unidos) han sabido conciliar con éxito bienestar y descentralización. Pero más allá de esto, los argumentos que se utilizan en el artículo son esencialmente, falaces.
. En primer lugar, el razonamiento se basa en el absurdo de convertir en operación de matemática compleja la realización de una suma sencilla, que arroje una cifra parecida a la cuantía del déficit, para después, sin relación de causalidad alguna, hacer a alguno de los sumandos (por llamarlo de alguna forma) el culpable del déficit.
La falacia es evidente porque bastaría agrupar las partidas de gasto de otra forma para que, dado que la suma total es constante, el dilema se planteara entre, por ejemplo, Sanidad y Educación (o nos educamos 0 nos morimos) o entre el Gobierno central y el Estado de bienestar.
Por otro lado, la elección entre autonomía y Estado de bienestar es irreal porque, en realidad, las comunidades autónomas son sólo un mecanismo de elección colectiva que provee no autonomía, sino bienes y servicios que desean los ciudadanos. De hecho, las competencias fundamentales de las comunidades autónomas de techo elevado son, precisamente, la educación y la sanidad, y a esto dedican en torno al 80% de su gasto no financiero propio. El gasto de las comunidades autónomas de techo bajo y el 20% restante de las de techo elevado se dedica a otros gastos sociales (por ejemplo, vivienda o servicios sociales), carreteras, cultura o autogobierno. Por ello, la elección, de plantearse, no sería entre Estado de bienestar y autonomías, sino entre bienes provistos por el Gobierno central y bienes provistos por las comunidades autónomas (incluida buena parte de los gastos sociales). '
En este contexto, los gastos de autogobierno o las televisiones autonómicas son una mera anécdota en términos presupuestarios. Y aunque no lo fueran, las. comunidades autónomas están perfectamente legitimadas para emplear sus recursos en lo que quieren sus ciudadanos en vez de utilizarlo! en lo que algún observador considera más adecuado. Y estos gastos no serían un despilfarro, sino el resultado de un ejercicio democrático. Después de todo, los ciudadanos pueden preferir gastarse su dinero en ver partidos de fútbol o pagar a sus parlamentarios en vez de en comprar dos aviones de combate más.
Pero lo más grave de la evaluación de la supuesta ineficiencia de las comunidades autónomas no es que se base en una catalogación personal de en qué debe gastarse el dinero el sector público, sino que, partiendo de unos ejemplos triviales en términos presupuestarios, y añadiendo una afirmación difusa e infundada de duplicidad de cientos de miles de funcionarios (¿todos los funcionarios autónomos son redundantes?), se cuantifica el despilfarro entre 1,8 y 2,2 billones de pesetas.
Si esta cifra está basada en algún estudio, debería, como exige la ética académica, darse la referencia para que se evaluara la fiabilidad del trabajo. Si, por otro lado, está basada en el ojímetro del autor, sería una temeridad de difícil justificación. En todo caso, la cifra es curiosamente parecida al déficit. Pero el problema es que esta cantidad es superior a lo que les queda a las comunidades autónomas para gasto no financiero propio después de pagar la Sanidad y la Educación. Es decir, que, según esta cuantificación, todo el gasto en competencias comunes y parte del gasto en Sanidad y Educación es despilfarro. Y esto es, por decirlo de forma suave, algo difícilmente creíble.
Por todo lo anterior, sería mejor que en vez de confundir nos pusiéramos a trabajar para mejorar un poco el futuro, pero antes de apuntarnos voluntarios a la tarea, por favor, cerciorémonos de que no nos hemos confundido de cola.
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