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Reportaje:

A los pies del ángel

Una vez más salpica su propia ironía la toponimia madrileña, que llama plaza de la Provincia a la que tendría que ser la más universal de su callejero por hallarse en ella el Ministerio de Asuntos Exteriores, que se ubica en el palacio de Santa Cruz, discreto y bello edificio que, seguimos con las ironías, se construyó para ser cárcel de corte, fin al que sirvió durante unos cuantos siglos, siendo escarmiento de muchos y admiración de no pocos que, conociéndolo sólo por las afueras, lo creyeron siempre residencia de gente noble y principal, en lo que tenían su parte de razón, si bien sus ilustres moradores no estaban allí por voluntad propia, sino puestos a buen recaudo y además pagando generosa pensión a sus carceleros para suavizar los rigores de su cautiverio. Fue un ciudadano francés que viajó a España en 1665, Antoine Brunel, el primero en equivocarse por escrito sobre el uso del noble palacio, pues comentó que al principio le había parecido residencia de un grande de España. Brunel elogia "los excelentes" barrotes de hierro forjado y dorado, "que parecen haber sido colocados tanto por razones ornamentales como de seguridad", y concluye que no hay en Madrid casas más bellas que sus cárceles, "pero no hay ninguna en la que tenga menos ganas de vivir".Decididamente ornamental y emblemático es el ángel que corona la fachada del palacio, ángel guardián, no cabe duda, al que invocan muy a su pesar los madrileños que eufemísticamente decían "ir a dormir bajo el ángel" por ir a la cárcel. Cerca de este presidio estaba la tristemente célebre calle del Verdugo, que allí debió tener lúgubre aunque bien comunicada residencia, pues durante mucho tiempo ejerció su secular oficio en la plaza Mayor. Para los reos, sin embargo, la cercanía de la cárcel y el patíbulo no hacía sino privarles de unos minutos más de su existencia terrena al acortar su postrero viaje. De aquí salió el valeroso Luis, Candelas, que no derramó más sangre que la suya en su azarosa trayectoria delincuente, flor de coplas de la manolería madrileña, caballero hasta los pies del cadalso, desde el que se despidió con gentileza y gallardía, siendo sus últimas palabras: "Sé feliz, patria mía". De aquí debió salir no para el cadalso, sino "para servir al rey nuestro' señor en los presidios de África, por haber sido suelto de huesos y ligero de sangre", el valiente Paño Pardo, un caballero majo del Barquillo que inicia su despedida rimada de las calles, plazas, vecinos y personajes de esta coronada villa desde "...el eminente patio de la gran cárcel de corte, casa la más recogida que en España se conoce

Recogida, que no acogedora, y más inhóspita que hospitalaria, domicilio de toda iniquidad no más justificable por ejercerse sobre los presuntos inicuos allí hospedados y cortos de recursos. Si hemos de creer, y nos guardaremos de no hacerlo, al erudito don Pascual Madoz, fidedigno y mimucioso cronista y notario escrupulosio de esta ciudad y provincia, hasta que llegó la reforma carcelaria a mediados del siglo XIX la cárcel de corte, "más que depósito de hombres sujetos a la acción de la ley, era una lóbrega mansión, foco permanente de inmoralidad, en la que confundidos los presos de distintas clases, categorías y edades se ostentaban en toda su fuerza la desnudez, la miseria, la corrupción, la confusión y toda clase de vicios". Mientras que los presos de pago gozaban de aposentos privados y trapicheando, con los funcionarios corruptos, a los pobres, cuenta don Pascual, no les llegaba casi nunca la mínima ración consignada para su supervivencia, y si les llegaba solía ser de tan mala calidad y tan mal condimentada que no podían comérsela. Sigue diciendo Madoz que cuando los magistrados de la audiencía giraban visita a sus reos, lo hacían precedidos de dependientes que quemaban incienso y hierbas aromáticas. Adalid de la moralidad y el progreso, don Pascual Madoz se alegra de que las cosas hayan cambiado y coman los presos pobres, judías, garbanzos, patatas, lentejas y de vez en cuando algo de tocino para romper su sana y monótona dieta macrobiótica.

Pero dejemos la cárcel, construida entre 1629 y 1643 por Cristóbal de Aguileral y José de Villarreal, con fino gusto, y que pasó a ser ministerio, primero de Ultramar y luego de Asuntos Exteriores, en 1900. A la salida del histórico y ominoso edificio, el paisaje sólo podría inspirarle alguna alegría a un ex presidiario que acabase de traspasar sus puertas, al que el aroma de la libertad bastaría para embellecer las más negras perspectivas urbanas. La plaza de la Provincia tiene un noble sector con soportales que parece que sobraron en la construcción de su orgullosa y soberbia vecina la plaza Mayor. A pocas plazas madrileñas le cuadraría mejor el título de esta sección, pues la de la Provincia es, por vocación y contraste, legítima plaza menor provincial y discreta donde siempre descargaron sus malos humos los autobuses urbanos, irritados de no poder hacerlo en la noble plaza Mayor. Del pasado auge comercial de la zona, vinculada al mercado pueblerino de la calle de Toledo, quedan algunos comercios de textiles al por mayor, establecimientos incólumes al paso del tiempo como Fontecha, "depósito de pañuelos, lana, slips y camisetas", y firmas modernas juegan con nombres anglosajones o italianos. El hostal La Perla Asturiana mantiene el tono costumbrista y provinciano, y los humos de los tubos de escape colaboran tiñendo de gris el escenario y dando el toque preciso de película neorrealista en blanco y negro.

Lo que ofende la vista, aunque haya que aguzarla para verlo, es el aborto de monolito supuestamente europeísta que yace sepultado en una maraña de coches, el protochirimbolo, el monumento al raquitismo. que, para mayor befa, mofa y escarnio, está consagrado a la memoria de la entrada de España en la Comunidad Económica Europea.

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