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Los hombres ridículos

Javier Marías

Hace exactamente dos años publiqué en este periódico un artículo suscitado por la contemplación de una foto de Franco y Millán Astray en sus tiempos más beligerantes y facinerosos. La había visto, junto con otras que también merecieron su comentario, unos días antes en un reportaje. Ahora ha sido un libro que se encuentra a buen precio en nuestras tiendas (150 Years of Photo Journalism, en dos volúmenes, material procedente de la Hulton Deutsch Collection) el que me ha hecho detenerme de forma parecida ante dos fotografías de Hitler. Su imagen se ha visto ya tantas veces que en realidad es difícil que nos llame la atención, es un icono de la maldad tan conocido y reproducido -tan consabido- que hay la tendencia a no mirarlo, a pasarlo por alto, a identificarlo demasiado rápidamente con su significado y por supuesto con su nombre: ah, Hitler. Por así decirlo, es una anomalía asumida, un dèjá vu excesivo, tan familiar que no extraña ni escandaliza, se podría calificar de anomalía normalizada. Hay centenares de imágenes en las que el sujeto aparece en las actitudes más histriónicas y grotescas, con frecuencia hecho un energúmeno en mitad de una arenga, disfrazado de soldado o aún más, disfrazado de sí mismo. Se lo confunde con sus propias parodias y caricaturas, sobre todo con la que le hizo Chaplin en El gran dictador, y por todo ello es en cierto modo un icono desactivado y privado de su verdadero horror, como puede serlo el del Diablo en su versión más manida, con cuernos y pezuñas, tridente y rabo. Hoy casi nadie se toma en serio ni teme a esa figura, ni siquiera cuando la vemos pintada por quienes creían en ella, más bien invita a la piedad o a la risa.

Por eso encuentro meritorio que estas dos fotografías me hayan hecho detenerme y ver a Hitler casi como si no lo conociera, como si fuera un personaje al que uno todavía se está acostumbrando, del modo en que debían verlo los ojos que contemplaran la primera foto en su día, 1935, mucho antes de la II Guerra Mundial, incluso antes de nuestra guerra civil, cuando hacía sólo dos años que se había hecho con el poder en Alemania ganando democráticamente las elecciones que bien se cuidó en seguida de que no volvieran a repetirse con limpieza. En esa foto -así reza el pie- Hitler está pasando revista a la guardia de honor antes de recibir al nuevo embajador español en el palacio presidencial. No va vestido de militar ni de paramilitar, sino de diplomático; está ya arreglado y listo para la ocasión, y es de suponer, por tanto, que el embajador español aún no había llegado. Como es improbable que nadie se permitiera hacer esperar al Führer, no cabe imaginar un retraso de nuestro compatriota -sería republicano-, sino más bien que Hitler dispuso de algunos minutos de asueto, es decir, que podía estar desocupado hasta el punto de molestarse en comprobar personalmente que la guardia de honor formaba como es debido y que todo estaba en orden, alguien muy pendiente del protocolo o -tal vez- a quien gustaba sobremanera jugar con soldados. Es fundamental -es lo chocante- que Hitler esté vestido de civil frente a 39 guardias con casco, botas altas y armados. Es más bajo que el más bajo de ellos, o así parece, y esa primera fila podría convertirse, con un solo movimiento de los brazos, en algo bien distinto, un pelotón de ejecución acaso demasiado nutrido. El individuo que los desafía a la izquierda no es desde luego un condenado sino quien dictó condenas sin descanso, y aunque no esté uniformado su mirada altanera denota que tiene el mando. Son unos ojos tan severos que resultan ridículos, tan exagerados que parecen los de un impostor que finge y está representando el papel de inspector de la guardia en ese instante. Todavía en los brazos se mantiene algo de ese fingimiento: el derecho caído, recto, con simulacro de marcialidad, el izquierdo doblado como si en esa mano llevara una fusta invisible. Pero los pies, santo cielo, esos pies enrevesados, el paso titubeante lo delata y convierte la imagen entera en una escena vodevilesca o bufa, son los pasos de un borracho haciendo eses, y uno piensa en lo costoso que debió de resultar dar el siguiente que ya no recoge la foto, hacer avanzar -arrastrándola, desenganchándola- esa pierna derecha rezagada en la instantánea. Si esto fuera el fotograma de! una película, en el lugar de Hitler sólo podríamos colocar al propio Chaplin, o a Jerry Lewis, o a Peter Sellers, al bufón ensimismado y beodo que se beneficia de un equívoco o una usurpación o del crédito otorgado a su locura, un fantoche, un necio. No es de extrañar que lo despreciara el Ejército, en, realidad parece inofensivo.

La segunda foto lo muestra en la presentación del Volkswagen, dé 1938, deleitado ante la minialtura. A su alrededor hay otras nueve figuras visibles que semejan un epítome de la sociedad alemana, para entonces ya devota y militarizada. Se ve al viejo con rasgos campesinos y a los jóvenes de buena familia, se ve al tendero con el bigotito imitativo y al industrial que va tapando su calva con el peinado de pronunciada raya, quizá al funcionario que le enseña los secretos del vehículo. El grado de sumisión se advierte en que ni siquiera miran a Hitler, sino lo qué él está mirando: no lo ven a él, sino con sus ojos. El Führer sonríe con gesto pueril rayano en la imbecilidad, embobado ante el maletero que le abren, qué ricura. Pero a pesar de la inocuidad de la escena, la boca retraída y los cadavéricos pómulos provocan un escalofrío, se adivina al hombre irascible bajo la apariencia ufana, esos pómulos parece que tengan autonomía.

Es fácil hablar a toro tan pasadísitmo, pero uno se pregunta cómo fue posible que naciones enteras -no fue sólo una- confiaran en semejante individuo y lo idolatraran. Tal vez fue que precisamente su aspecto bufonesco y risible inducía a pensar que el poder en sus manos era menos poder que en otras más imponentes. Nada tan peligroso como el desprecio. Quedamos desarmados ante quienes nos hacen reír o nos inspiran algo de piedad burlona, aquellos sobre quienes sentimos tanta superioridad que creemos que no vale la pena salirles al paso ni rebajamos al hacerles frente, del mismo o parecido modo en que antiguamente los caballeros desdeñaban o se prohibían batirse en duelo con quienes no eran de su condición, jerarquía o grado. Pero a esos caballeros, como todo el mundo sabe, hace tiempo que los hombres ridículos los borraron de la faz de la tierra.

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