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El interminable crujido de África

Guerras civiles y étnicas, miseria y corrupción desgarran un continente marcado a fuego por la colonización

Alfonso Armada

La espina dorsal de África, un interrogante entre dos inmensos mares, cruje como un barco a la deriva. Ausente de los paneles económicos y monitores del mundo, sólo reaparece cuando estalla el escándalo de la sangre. Pero pronto vuelve a sumirse en el río seco del olvido. Es una de las muchas maldiciones de África. Como si los africanos no jugaran al fútbol, no durmieran, no amaran, no cultivaran, no construyeran. El panorama que llega es el de un desgarro sin fin. "A partir de este momento, el peligro en buena parte del continente es la pura destrucción o el caos generalizado. La desestabilización es palmaria en Somalia, Liberia y Angola. La pura destrucción triunfó el 6 de abril de 1994 en Ruanda, destrozando cualquier patrón de referencia en la historia contemporánea de África. El genocidio se consumó de forma tan inimaginable como ilimitada". El escritor congoleño Ange Séverin Malanda ofrece este diagnóstico desalentador de su propio paisaje. En el espacio de cuarenta años, el África subsahariana ha padecido 35 grandes conflictos, que han causado 10 millones de muertos y lanzado a los caminos a 20 millones de refugiados y desplazados. La mayor parte de los enfrentamientos han sido de carácter interno. A vista de pájaro, el estado de las cosas ha mejorado algo. En 1990 se podían contabilizar 13 conflictos abiertos: grandes guerras civiles en Etiopía, Angola, Liberia, Mozambique Somalia y Chad; conflictos armados de minorías (religiosas y étnicas) en Uganda, Mali, Mauritania, Senegal, Sáhara occidental, Sudán, Burundi y Ruanda, a los que se añadía la guerra civil larvada en Suráfrica.La liberación de Nelson Mandela en 1990 y la legalización del Congreso Nacional Africano abrió la puerta para negociar el fin de la primacía blanca. La independencia de Eritrea del tronco etíope en 1993 y la elección de Mandela como presidente de Suráfrica en 1994 culminaron las aspiraciones africanas de independencia nacional, con la única excepción del Sáhara occidental. En 1996, la cuestión del antiguo Sáhara español permanece insoluble a causa de las disputas sobre quién votará en un referéndum aplazado por la ONU desde 199 1. Pero las armas han callado. Al contrario que en Argelia, ya fuera del África negra, donde no dejan de sonar.

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La guerra que durante 14 años devastó Mozambique se encauzó, gracias a una de los contados éxitos de la ONU, en unas elecciones ejemplares en 1994. En la otra gran antigua colonia portuguesa, Angola, el horror no acaba de encontrar un final digno. La Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA, el movimiento de Jonás Savimbi, que Occidente empleó a fondo contra el Gobierno marxista) rechazó su derrota en las elecciones de 1992, y su regreso a las armas sembró un millón de cadáveres y acabó de desmigajar el país. A mediados de 1995, UNITA y el Gobierno de Luanda alcanzaron un acuerdo de paz minado de desconfianza.

En Chad -sometido, como Sudán y Mauritania a tensiones entre un norte árabe y un sur negro-africano-, un reparto más o menos ajustado del poder ha permitido un apaciguamiento, al tiempo que la renuncia de Libia a la banda de Auzu apagó otro foco bélico. Jerry Rawlings en Ghana y Yoweri Museveni en Uganda han sido buenos alumnos del Banco Mundial y conseguido cierta estabilidad, pero se muestran reticentes al multipartidismo. Las acciones del misterioso Ejército de Resistencia del Señor siembran sombras en la paz de Uganda. Otros países se salvan del desastre: Namibia, Botsuana, Mauricio y Cabo Verde, y, con incertidumbres: Tanzania y Burkina Faso. En Etiopía preparan una revolucionaria constitución que permitirá, tras numerosos requisitos, la secesión, y que ha servido de modelo a la que se discute en Suráfrica.

Los conflictos de Sudán, Liberia y Somalia han pasado por diversas fases, pero están en plena efusión de sangre. La dictadura islámico-militar sudanesa, dirigida en la sombra por Hasan al Turabi, ha declarado la guerra a muerte a las guerrillas cristianas y animistas negras del sur, un conflicto que se ha cobrado ya un millón de vidas. Ante la voladura del Estado somalí, cuyos despojos se disputan varios señores de la guerra, y tras el fracaso de la misión pacificadora de la ONU y EE UU, la antigua Somalia británica, al este del Cuerno de África, reclama la independencia bajo el antiguo nombre de República de Somaliland. Liberia, que arrastra una guerra civil que en seis años ha sembrado 150.000 cadáveres y centenares de miles de refugiados y desplazados, ha vuelto a zambullirse en el pillaje y la destrucción, ahora con más exacerbados ribetes étnicos, después de un nublado acuerdo de paz entre las seis principales facciones en agosto pasado. Sierra Leona, donde la guerra civil alcanzó grados de crueldad difíciles de imaginar, celebró unas concurridas elecciones en las que la población mostró su hastío de la muerte. Pero el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos estima poco probable que Liberia y Sierra Leona vuelvan a ser los Estados que han sido. En Malí y Níger se mantiene con alfileres el acuerdo con los tuareg, aunque el golpe militar de enero en Níger ha encendido la inquietud. Como los recientes motines militares en Guinea Conakry y la República Centroafricana.

El asesinato en 1993 del primer presidente hutu de Burundi, Melchor Ndadaye, reabrió el ciclo de matanzas. Hasta mil muertos mensuales ha llegado a contabilizar Amnistía Internacional en esta antigua colonia belga, una senda que se parece demasiado a la locura genocida de 1994 en Ruanda, uno de los países más pobres y más densamente poblados del mundo. Un sospechoso accidente aéreo del presidente Juvenal Habyarimana en abril de 1994 hizo astillas el acuerdo de paz entre la guerrilla tutsi del Frente Patriótico Ruandés y el Gobierno hutu, que desencadenó el genocidio contra la minoría tutsi y los hutus partidarios de compartir el poder. Cerca de un millón de cadáveres regaron las empobrecidas tierras ruandesas. La ONU fracasó a la hora de parar la guerra y la matanza en Ruanda, y la intervención francesa, la Operación Turquesa, disfrazada de humanitaria, sirvió sobre todo para permitir la huida del Gobierno hutu y de los instigadores y ejecutores de la limpieza étnica. Dos millones de refugiados ruandeses siguen a la espera en Tanzania y Zaire, pero es difícil que se animen a volver cuando 65.000 personas esperan juicio en las pavorosas prisiones ruandesas.

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Las antiguas potencias coloniales priman los intereses económicos y comerciales por encima de cualquier otro. La prueba más reciente y más dramática la acaba de ofrecer Jacques Chirac al recibir en París al mariscal zaireño Mobutu Sese Seko, el dictador decano del continente. El medio ambiente sufre agresiones salvajes, como ejemplifica el delta del Níger, con la codicia de compañías petrolíferas, como la angloholandesa Shell. Las denuncias del escritor Ken Saro Wiwal y otros ocho dirigentes ogoni tuvo como obsceno escarmiento su ejecución el pasado noviembre en un juicio-farsa, sin que la dictadura de Sani Abacha prestara oídos a la campaña internacional. En Ruanda, como en Nigeria en 1966 y con posterioridad en Kenia, Burundi, Zaire y Suráfrica, los líderes políticos han encendido las llamas de la violencia política cuando han visto amenazados sus privilegios.

Modelos antiguos

El grueso del Ejército de Senegal (considerado el mejor del continente) permanece movilizado en la región de Casamance, al sur del país, para contener la revuelta independentista. La guerrilla afar, al norte de Yibuti, aunque desunida, sigue sin ser completamente derrotada. Nuevos y viejos conflictos se tensan y destensan impulsados por más o menos oscuras razones políticas: la zona de Halaib, en el mar Rojo, disputada entre Sudán y Egipto; la pequeña península de Bakassi, en el golfo de Guinea, reivindicada por Camerún y Nigeria, o la isla de Mayotte, que las Comoras reclaman a Francia, la antigua metrópoli que impidió que prosperara el golpe que el mercenario Bob Denard desencadenó en septiembre pasado. Hay conflictos étnicos al norte de Camerún, al norte de Ghana, al noroeste de Kenia y en las dos principales regiones de Zaire (Shaba, antigua Katanga, y Kivu) y en Suráfrica (entre zulúes y xhosa). En Kenia, antiguo modelo de estabilidad, los conflictos étnicos con nativos de Somalia y Sudán, huidos de sus países, la corrupción rampante y el poder casi absoluto de Daniel Arap Moi resquebrajan el sistema. En Zaire, que encara su séptimo año de transición hacia ninguna parte con Mobutu, "una cuenta corriente ambulante con gorro de leopardo", como lo definió un ministro francés, la vida empeora cada día. En Guinea Ecuatorial, él dictador Teodoro Obiang ha encontrado en las compañías petrolíferas estadounidenses, con Mobil a la cabeza, una fuente de ingresos para perpetuarse.Para el analista estadounidense William Pfaff los principales culpables del actual desastre son las potencias europeas que destruyeron los sistemas sociales y políticos del continente. Para Pfaff son las antiguas metrópolis, que reciben un constante flujo de desesperados en busca de una vida mejor, las que deben implicarse a fondo. El secretario general de la ONU, Butros Butros-Gali, tiene su propio plan. El martes reúne en Nairobi a todos sus organismos para impulsar un gigantesco programa para invertir más de tres billones de pesetas en los próximos diez años, sobre todo en educación, sanidad e infraestructuras. Frente a iniciativas neocoloniales y humanitarias, otros analistas, mucho más radicales, como el egipcio Samir Amin, propugnan la desconexión del mercado mundial, romper con un sistema capitalista que ha designado a África como cajón de materias primas. El crujido no cesa.

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