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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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Otra diáspora

Antonio Muñoz Molina

Me doy cuenta de que en un grado sorprendente mis ideas sobre el sufrimiento, sobre la absoluta maldad y sobre el destierro proceden de la experiencia judía. Todo ser humano sobre el que se abate de repente la ferocidad de la desgracia es Job: sus lamentos tienen la fuerza solenme y terrible de una música de réquiem, la pura y frágil humanidad de quien no puede comprender por qué fue escogido para el sufrimiento. Las quejas bíblicas de los judíos desterrados y cautivos que lloran junto a los ríos de Babilonia acordándose de Sión parece que contienen y que prefiguran los lamentos futuros de todos los deportados y los sometidos, y resuenan con la misma fuerza en un blues o en un espiritual negro que en un coro de Verdi. En cualquier parte donde los hombres sufren uncidos a una esclavitud inhumana se levanta el mismo grito de rebelión y súplica que Faulkner usó memorablemente para titular uno de sus mejores relatos: "¡Desciende, Moisés!".Borges tiene un poema magnífico en el que recobra la leyenda de las llaves que los judíos desterrados de España siguieron legando a sus hijos a lo largo de siglos, grandes llaves de casas de Toledo o de Granada que ellos nunca volverían a abrir. En ese poema, uno de los versos que más me gustan es una simple enumeración de apellidos de judíos españoles: "Abarbanel, Farías o Pinedo". Al fundar la Inquisicion y expulsar a los judíos, los Reyes Católicos prolongaron una tradición milenaria de infamias y trazaron la lógica futura y homicida del antisemitismo europeo, pero también ofrecieron a los ilustrados y a los demócratas de los siglos futuros el paradigma exacto de su condición: un liberal de 1812 o de 1820, un republicano de 1939, se convertía inevitablemente en judío, en peregrino, en proscrito, o bien en cristiano nuevo que debía esconder muy hondo el secreto de sus convicciones para no arriesgarse a la hoguera de la que huyó Casiodoro de Reina o de la cárcel en la que tal vez tradujo a Job fray Luis de León.

Parece que fueron los inquisidores españoles los que inventaron la idea de raza, de una raya que mancha los orígenes de alguien cuya única culpa es ser hijo y nieto de sus mayores: de pronto la condición de judío dejó de ser religiosa para convertirse en una cualidad fisiológica de la sangre. En la Europa de los años treinta, muchos hombres y mujeres que jamás habían prestado atención a sus orígenes o a las creencias de sus abuelos descubrieron de pronto que no eran alemanes o austriacos o franceses, sino una cosa ancestral y terrible, judíos, y que esa circunstancia iba a caer sobre ellos tan aniquiladoramente como los infortunios experimentales de Jehová sobre Job.

Cuando fue atrapado por los nazis en Polonia, el señor Sammler de Saul Below era un corresponsal cultivado y cosmopolita a quien le gusta sobre todo Inglaterra y que se concede el esnobisino menor de vestir ropa de tweed y hablar inglés con acento de Oxford: sólo se convirtió plenamente en judío cuando los alemanes lo obligaron a cavar su propia fosa y a quedarse luego desnudo delante de ella y esperando los disparos de un pelotón de fusilamiento. Mi erudición sobre el dolor, ya digo, es abrumadoramente judía en fray Luis y en los versículos más desalados de la Biblia he aprendido lo que luego me confirmaron Primo Levi y Jean Améry. En Más allá del crimen y del castigo, Améry cuenta el momento justo de su vida en que se! convirtió en judío: en un café de Viena, a los veintitrés años, en 1935, cuando abrió un periódico y tuvo noticia de las leyes antisemitas de Alemania. Hasta entonces había sido un joven rubio y germánico, cuenta, que no tenía recuerdos de candelabros de siete brazos y sinagogas, sino de árboles de Navidad y servicios religiosos protestantes. Se volvió judío al comprender que era un perseguido, un muerto aplazado. A los judios europeos de los años treinta les aguardaba una experiencia de la decepción muy parecida a la de les demócratas checos y a la de los leales a la II República española: admiraban la cultura burguesa europea, la habían creado en gran parte, confiaban cándidamente en sus principios políticos, en el universalismo explícito de sus valores. Pero a lo largo de esa década el fascismo destruyó la democracia española y borró de los mapas a un país soberano y democrático como Checoslovaquia, y las potencias europeas mostraron frente a aquellos abusos la misma energía que cuando Hitler promulgó su legislación antisemita. Ninguna. Incluso el Gobierno y los funcionarios de la Francia ocupada colaboraron lealmente con los alemanes deteniendo y enviando a los campos de exterminio a decenas de miles de judíos que hasta 1939 habían cometido el error o la inexactitud de considerarse franceses. Dice Améry que sobre millones de hombres la condición judía cayó como un rayo, y que el número tatuado en el brazo de los supervivientes de Auschwitz se lee más rápido que el Pentateuco o el Talmud, pero suministra una información más elocuente. Como rayos, como plagas de Egipto, como las vengativas lluvias de azufre que enviaba Jehová contra las ciudades disolutas del Génesis, las bombas y la metralla de la aviación israelí arrasan estos días a muchedumbres despavoridas de inocentes en el sur del Líbano, y las caras trágicas de. los fugitivos en las carreteras y en las aldeas incendiadas nos recuerdan las caras de los condenados a muerte en el gueto de Varsovia, y la diáspora de quienes vieron arrasada por la maquinaria militar de Roma su ciudad y su templo. Si no fuera por las lecciones de dolor, de sinrazón, de inocencia profanada y destierro que he aprendido de la tradición judía tal vez yo no sabría comprender del todo la desgracia de toda esa gente que es asesinada, o que lo pierde todo en un instante, igual que Job, y no puede volver nunca a la tierra de sus padres. Es justo la conciencia del sufrimiento y del exilio judíos la que ahora arroja toda su vergüenza sobre el Estado de Israel.

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