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La cita con Justine

La hija de Bernard Henry-Levi presenta su primera novela

Una novela es una aventura por definición. Para mí, leer La cita (Rendez-vous en francés), recién aparecida, ha sido mas aventura. La niña / escritora, Justine Lévy, es hija de Bernard Henry-Lévy, el "nuevo filósofo" de comienzos de los años setenta que, hace 26 años se atrevió, con André Gluskmann y Jean Marie Benoist, en la Francia del "Programa común jde la izquierda", a denunciar el crimen histórico que había sido el comunismo.Para mí, leer La cita, ha sido un alboroto interior, intelectual, amoroso, inexplicable. Justine tiene 22 años y lo que cuenta es simple, pero inaudito. Eso desde la primera frase del primer capítulo: "Soy lo mejor que mamá ha hecho". Justine advierte que eso era lo que le decía la madre a la hija, es decir, lo que le decía su madre a ella, porque La cita, como todas las primeras novelas es casi autobiográfica. "El material si, es autobiográfico", aclara ella misma, "pero no la elaboración de la novela". Justine es un libro asombroso, inquietante: de entrada se lee tan sencillamente el enredo de las relaciones entre los tres protagonistas, el padre, la madre y la niña, que uno se para de leer y reflexiona: "¿No es demasiado simplista?". Pero, al instante, uno vuelve al texto y lee: "Una tortilla con poder de convocatoria, ¿eh?". Y, luego, días más tarde, hablando con ella, dice: "Mi padre me enseñó a leer; leo desde que tenía cinco años, y cada vez que me enojo me refugio en los libros. Si se lee no hay necesidad de vivir".

Leí la novela viajando en un tren y en un cierto instante y, sin desearlo ni lo contrario, volví a cerrar el libro cuando casi deletreé: "Y la verdad es que nuestra querida Sofía tenía un cierto aire enfermizo. Extremadamente delgada, se le marcaban los huesos de las articulaciones y tenía la tez verdosa..., o quizá sena mejor decir verdosa de día y amarillenta de noche". Fue cuando me propuse no seguir leyendo La cita, y esto por egoísmo, porque, queriéndolo o al revés, comprobé que el libro sólo tenía 136 páginas en un formato que apenas superaba el de bolsillo y, el placer, se me agotaba. Ayer, cuando hablé con ella me expliqué algo de lo que yo viví leyendo a Justine, una niña que ha abandonado los estudios de filosofía para escribir: "La literatura es un mundo al que no tengo acceso hasta ahora; mi padre, sí, él hace literatura y tiene acceso". No es posible resistir la tentación de preguntarle si en su país no la califican de la Françoise Sagan del siglo XXI: "Sí me lo han dicho, pero no es buen regalo". ¿Y por qué es usted tan inteligente?, le suelto a bote pronto: "Eso es porque usted me entiende de una manera inteligente".

¡Cualquiera no le habla de Marcel Proust a esta señorita, altísima como su padre, traducida ya en casi toda Europa y triunfadora y humilde al tiempo: "Yo nunca llego a captar a Proust; lo leo, pero cuando lo releo parece que es la primera vez". Para Justine es indisociable el dinero y la literatura, "pero es todo lo contrario al tiempo". Con su padre tiene una relación de amor y con su madre, sus relaciones son feroces, pero "son una declaración de amor". ¿El placer de escribir?: "Es como un vicio del que me he hecho adicta". Asegura Justine, la bella: "El deseo de seducir no lo conozco; Freud podría hablar de eso". Nos dice Justine que su padre "lo que desea es que sea feliz" y que como es un gran seductor "he tenido muchas "madres interinas" (en la novela lo narra). Su más enorme deseo es estar a la altura de su padre, no decepcionarle nunca. Y cuando habla de la libertad: "Es un regalo envenenado; es fantástica cuando se puede transgredir algo, pero si todo es libertad...".

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