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Té y simpatía

Los cineastas británicos siempre han sido considerados en Hollywood como de la familia

ENVIADA ESPECIALMientras en otro punto de Los Ángeles los cineastas independientes entregaban los Spirit Awards, a los productos independientes de la industria y quienes participan en ellos, en la plaza de Santa Mónica tenía lugar una plácida reunión digna de Sentido y senbilidad: el tea party que, desde hace tres años, ofrece a la prensa la Academia Británica de Artes Cinematográficas y Televisivas, dos días antes de la entrega de los oscars.

Su objetivo es que los periodistas tengamos acceso, de una manera informal, a las figuras británicas que concurren a los oscars y que este año son muy numerosas. También se apuntan algunos actores norteamericanos amigos de la casa, y el resultado es un festejo tan relajante como un sofá ovejero forrado de cretona.

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La cosa fue en el Suttern on the Beach Hotel, un edificio estilo Nueva Inglaterra -faltaría más- situado a pie de playa. Este año la cosecha de candidatos británicos incluye también a australianos, que son como de la familia. Ya he dicho que son muchos, y así lo destacó Arthur Hiller, presidente de la Academia de Hollywood, en un discurso que durmió hasta a las ovejas escocesas, pero que los asistentes resistieron con el estoicismo con que la vieja Inglaterra soportó los blitz de Hitler. Por fortuna, lo de Hiller -que cada día se parece más a Dudley Moore, con una melena azul que luce como si Davy Crockett se hubiera dejado crecer el gorro- no fue el único aliciente.

Básicamente, la mecánica de este tea party consiste en lo siguiente. Los periodistas llegamos con suficiente antelación como para agarrar una copa y un buen puesto de observación en las mesas mejor situadas. Los famosos acuden con suficiente retraso como para que los periodistas, hartos de dedicarse al análisis de cada rostro, sean víctimas de una especie de parkinson cuando por fin aparece, por ejemplo, Anthony Hopkins.

Entre ese momento -el de sentarse y el de levantarse con un sobresalto- ocurren algunas cosas bastante entretenidas. James Cromwell, el granjero de Babe, convertido súbitamente en celebridad por su nominación como secundario, llega al hotel puntualísimo, pero los fans le asedian de tal forma que acaba entrando en el salón poco antes que Hopkins. Los guionistas de Nixon, sobre todo Stephen Rivele, se pasean con su nombre escrito en una pegatina de solapa pero ningún periodista se les acerca, lo que acentúa su progresivo mal humor. Stephen Swachrtz, el nuevo letrista de la Disney que ha sustituido a Howard Ashman -que murió de sida hace un par de años- también sufre la soledad de quien trabaja detrás de la pantalla. Lawrence Bender, productor de Pulp fiction, se muestra muy locuaz, en cambio, con Harvey Weinstein, fundador de la distribuidora Miramax y el hombre que ha creado el éxito de El cartero (y Pablo Neruda) en Estados Unidos.

El ambiente se va calentando. Las arpías de la prensa de Hollywood, todas teñidas de rubio y planchadas por el mismo cirujano plástico, acechan ante la puerta. Los invitados se van colocando con tres variedades distintas de te y muchas pastas. El realizador británico John Schlessinger, bufanda al cuello y aspecto de gay cuadrado como un tótem, discute acaloradamente algún proyecto. Geena Rowlands, la gran actriz, viuda de John Cassavettes, cruza el salón como un transatlántico cargado de talento.Y en ese momento Michael York, todavía con un cuerpazo espléndido y su sonrisa de D'Artagnan en versión Lester, y la misma esposa mayor que él, se acerca a mi mesa para depositar su taza vacía. Igual que en Fedora colocaba una rosa roja sobre el féretro de la protagonista, salvando las distancias agoreras, naturalmente. A dos pasos, exactamente a dos pasos, Tim Roth, un manojo de nervios, menudo, vestido con tejanos de color crudo dados de sí, con el pelo a pinchos y aspecto de salir de un orfanato dickensiano, charla con su mujer y acaricia al hijo pequeño de un amigo. Me vuelvo y veo, a mis espaldas, a Mary McDonnell, que está dando cuenta de un canapé y una copa de Möet Chandon californiano.

Y en ese instante aparece sir Anthony Hopkins, y eso convierte la tranquila reunión en una especie de excitado cumpleaños en donde todos los invitados pululan en tomo a la celebridad. Las reglas del juego, no escritas pero escrupulosamente respetadas por todos, sólo los autorizan a lanzarles a los famosos un par de frases: "¿Cómo está usted?" y "Me encanta su última película". Así que no me levanto de mi mesa, porque, como ya he dicho, Michael York se inclina cada dos por tres para dejarme tazas y, aunque eso me permite constatar con tristeza que ha perdido algo de pelo -lleva discretamente teñido de color cobrizo su cuero cabelludo- y que le han crecido las cejas -¿Por qué a los hombres les crecen las cejas mientras se les cae todo lo demás?-, no dejo de ver en él a aquel vitalista estudiante que nos fascinó en Accidente, de Joseph Losey, en los años de mi juventud.

Tim Roth inicia la retirada, sir Anthony se desvanece, Geena Rowlands sale por la puerta, y los York hacen lo propio, de modo que deduzco que ha llegado el momento de irse y les sigo. En el vestíbulo me cruzo con un deteriorado Rod Steger, vestido de negro y con el cráneo afeitado, la viva imagen del diabólico Kurtz de Apocalypse now.

Ante los ascensores, que tienen puertas de espejo, coincido con los York. Michael contempla con satisfacción el reflejo de su imagen, y su mujer también. La de él.

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