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O 13 monos, si se cuenta a Terry Gilliam, expertísimo -perteneció a Monthy Pyton- en muecas y -dirigió El rey pescador y otros gatos disfrazados de liebre- en negruras, lo que le convierte en vendedor de neveras para esquimales y otras audaces mercancías averiadas, además de en un apostador sobre seguro, pues sabe que lo que hoy se compra como, modernez tenebrista es algo que resuelve en sus tres. cuartas partes un buen equipo de truquistas y que esto funciona (es un decir: proporciona fans despistados, pero ni un verdadero espectador) aunque director, actores y guionistas no den una en el clavo, como es el caso.La idea de La jetée de Chris Marker es un original juego futurista, pero el desarrollo (es un decir, pues en rigor no lo tiene) que le han dado en 12 monos está organizado de forma que dicen barroca y sería más exacto llamar confusa o embarullada, pues encara la aventura de un viajero que, procedente del futuro, llega a nuestro tiempo para impedir que ese futuro ocurra (idea que el primer Terminator robó con gracia e incluso con originalidad) a través de un frenético (ahí aparecen las manitas de un, buen montador)' tráfico de idas y venidas en escenarios tortuosos, agobiantes y mugrientos, donde se funden oligofrenia y claustrofobia y se confunde náusea con baba o repugnancia con vómito. En el festival de Berlín 12 monos se ganó una buena ración de abucheos y hubo quienes ovacionaron, no hace falta decir que entre risotadas, las vomitonas de Willis, que se gastó en papilla media paga.
12 monos
Dirección: Terry Gilliam. Guión: David y Janet Peoples, basado en el Guión de La jetée, de Chris Marker. Fotografía: Roger Pratt. Música: Paul Buckinaster. Estados Unidos, 1995. Intérpretes: Bruce Willis, Madeleine Stowe, Brad Pitt. Estreno en Madrid: Coliseuni, Acteón, Benlliure, Excelsior, España, Novedades, Conde Duque, Canciller, Liceo , Aluche, Vaguada.
12 monos quiere ser misteriosa. y es completamente obvia, busca trascendentalidad y se queda en pretenciosidad, juega a ser suntuosa y no pasa de truquera. Es evidente que Gilliam quiere dar el pego y demostrar que se la juega en cada escena, pero en realidad cada tramo de su trabajo (como fatalmente el resultado total) es rutinario, resultón y adocenado, pues está lleno de retórica visual archisabida y plagado -a la manera de esos filmes seudodiscotequeros que se nos ofrecen como pautas y caminos del cine moderno, comprometido con supuestas nuevas miradas que de nuevas tienen tan poco como de miradas- de antiguallas caducadas y barnizadas con un toque de cosa audiovisual, para dar aires de diagnóstico de este tiempo a querer y no saber contar una aventura (o una desventura) de nunca.
Por su elementalísima, trivial, dislocada y simiesca sobreactuación, Brad Pitt (que se llevó un Globo de oro, premio que tiene una larga colección de eminencias de esta especie en su archivo) puede llevarse nada menos que un oscar, pero peores disparates se han visto en las primaveras californianas. Pues bien, Pitt, que se limitar a ejercer de muequista pasado de rosca, y que, por tanto, entra en la onda de Gilliam y su bacalao de chutes de laboratorio digital, es pura gloria si se le compara con Bruce Willis, que no va de mono, sino de tonto y resulta. Y sólo cuando en este ridículo dúo tercia Madeleine Stowe, que pone cara de no saber qué demonios hace allí, la pantalla se hace un poco respirable, al entrar en ella un rostro reconfortante, de otra película.
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