Las condiciones del pacto
El pacto de gobierno que las últimas elecciones han hecho necesario -no sólo de investidura ni de legislatura, sino para dirigir en común el Estado en lugar de triturarlo entre todos- parece resultar una tarea difÍcil, capaz de consumir días, semanas y aun meses. Así ocurre en Europa y nadie se escandaliza de ello. Pero ni en días, semanas ni meses se llega rá a buen puerto si quienes han de pactar prescinden de las indeclinables condiciones de todo pacto. Algunas de ellas di ficilmente recuperables, como es el caso de las confianzas o, al menos, de los respetos personales entre quienes han de ser sus protagonistas. Los años invertidos en la agresión y el des precio han generado no sólo resquemores, sino barreras psicológicas difíciles de vencer y que no compensa el halago de ocasión. Otras, objetivas, no menos indispensables, como son las ideas claras y los programas concretos sobre los que poder dialogar primero y pactar después. Por último, aquellas cualidades que deben lubricar la mecánica de la negociación mIsma, presidir el cumplimiento de lo negociado y establecer un consenso de Estado, incluida la oposición: la capacidad de renuncia, la buena fe, la generosidad y la prudencia. Ésas son las indeclinables condiciones para poder pactar.Un pacto supone, siempre, renunciar a algo. Ceder para obtener. Unos, los nacionalistas, deberán renunciar a sus programas máximas; otros, los socialistas, al supuesto monopolio de la capacidad de gobierno; los populares, en fin, no tanto a las ideas como a las ambiciones.
Y es claro que las renuncias para ser útiles han de ser creíbles y ello exige una buena dosis compartida de buena fe. No es tal imputar hoy al contrario lo que en grado superlativo se ha estado haciendo hasta la víspera, ni escandalizarse de que quienes hoy pretendan gobernar busquen las mismas alianzas que preconizaban los gobernantes de ayer. Ni es buena fe considerar el acceso al Gobierno como una vía para el próximo desquite por la frustrada victoria total, ni el paso a la oposición como el descansado espectáculo de una charlotada. Es claro que el pluralismo democrático exige una buena dosis de conflicto y de confrontación. ¡Dios nos libre de las unanimidades en el Congreso que ya ahogan bastante las asambleas y comités de los principales partidos! Pero, si todo es crítica, acoso y derribo desde la oposición, si todo es exigencia y distancia en las alianzas, si no hay más que ánimo de revancha desde el Gobierno, la vida parlamentaria se convierte en una antesala, sin fácil solución de continuidad, con el conflicto civil, y alguna experiencia debieran tener los españoles de ello.Por eso la buena fe lleva implícito algo de generosidad y de prudencia. Para olvidar las estupideces dichas y hechas durante esta larguísima campaña electoral que arrancó en 1993; para evitar cuanto el adversario pueda sentir como amenaza a su propia existencia política cuando no subsistencia individual; para desactivar desde el poder, si es que se llega a tener, cuanto pueda ir en esa dirección, incluso desde otras instancias, porque el Estado es uno y no cabe ruedas sueltas, útiles, por hacer el trabajo sucio, para descomponer algo tan complejo y delicado como nuestro Estado democrático de derecho es. Más aún, quien en una situación como la actual, tan crispada como fragmentada, llegue al poder haría bien en redistribuir el mismo en las áreas más sensibles, de manera que todos tuvieran la garantía de que el "ahora se van a enterar" es un rumor sin fundamento alguno. Sólo la dispersión del poder sirve para frenar al poder.
Y, sin embargo, estas características, que cabría denominar virtudes, faltan ahora y aquí. Los dirigentes políticos no han brillado por su prudencia durante la campaña electoral, y después no falta en los entornos y, más aún, en la nueva versión de los cronistas de Corte quien contribuya todos los días a exacerbar pasiones y temores sin que nadie, por cierto, desautorice el improperio y la amenaza. Eso es lo que hay que corregir y evitar para poder confiar y pactar.
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