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La cultura del camaleón

Hizo Aznar su campaña electoral con la ceniza reverdecida de una noble cultura poética: Luis Cernuda (¡bien!) Pablo Neruda (¡bien!) Rafael Alberti (¡bien, coño, bien!). (Acaso le faltó a Vargas Llosa la repentina idea de recordarle un diminuto verso de nuestro paisano César Vallejo: "Absurdo, sólo tu eres puro". Asimismo, pudo Raphael cantarle, a su debido tiempo, el corrido Gaviota traidora, composición de Margarita Estrada y éxito en boca reventona de Flor Silvestre: "Y si estás segura, échate a volar./ No más no me salgas con que a medio vuelo/ una de tus alas empieza a fallar".) Pero la política es la política, como casi nadie. sabe, con lo que el líder victorioso ha dejado ya el sendero de la cultura de la poesía para precipitarse, aun con paciencia, en la espesura de otra nueva cultura: "la cultura del acuerdo". Hombre, llegados a esa plaza de mercado, y a fin de darle un poco más de literatura al pacto de los montes, acabaremos por acordamos todos de un cuento de Antón Pávlovich Chéjov titulado El camaleón.Por la plaza de otro mercado avanzaba en la mañana del cuento el inspector de policía Ochumélov, seguido de un municipal pelirrojo que cargaba con un cedazo de grosellas decomisadas. De repente, ese paseo fraternal y ordenado se vio envuelto en el sumo alboroto. El orfebre Jriukin, camisa de percal almidonada y chaleco desabrochado, pero con cara de borracho, exhibía un dedo de los suyos ensangrentado. Y le echaba la culpa a un cachorrillo de galgo, blanco como la nieve rusa pero con una mancha amarillenta en el lomo, de tan abominable mordisco. Quiere luna indemnización, un escarmiento, una venganza. Y, ya puestos, el inspector de policía comprende que hay que empezar por matar al chucho. Mas hete aquí que alguien susurra que ese dichoso perro tiene un buen amo, nada menos que el general Zhigálov. Entonces el inspector se vuelve razonable y hasta se pregunta en voz alta cómo bicho tan canijo pudo saltar hasta las manos (para colmo, alzables) de un hombre de la talla de Jriukin.

Nadie ignora a estas alturas que, en cuanto un inspector de policía razona, y máxime quitándose el capote, no hay testigo que se resista. De ahí que enseguida interviniese un honesto hombre tuerto, como Caupolicán, para aclarar que ese jodido Jriukin se había ganado a pulso el mordisco, pues todo había empezado cuando tuvo la graciosa ocurrencia de acercarle un pitillo encendido al morro del beatífico animal. Pero, dado que tiene que haber de todo para que Dios no deje de ser omnipotente, hubo otro ocioso que metió baza en ese mismo instante para decir que se dejarán de leches, que el general sólo tenía perros de raza, "perros caros", y que, por consiguiente (sic), no podía ser suya propiedad tan vulgar y mordedora. El inspector de policía, que iba pasando del calor al frío con la apostura de un legionario, volvió a ponerse el capote para paladear el castigo. Y en esto, ¡lo que es la vida en público!, que fijate que pasa por allí el bueno de Prójor, cocinero del mismísimo general. ¿Quién mejor? Y Préjor asegura que para nada, que esa bestia insignificante no es digna de su amo. Aliviado, el inspector de policía vuelve a relamerse, ve al perro en mejor vida y hasta empieza a frotarse las manos, gesto que envidiaría Jriukin, todavía sangrando por el dedal de la herida. Sin embargo, un nuevo sobresalto se produce en la plaza. Porque resulta que otro ciudadano, por fin, reconoce sin titubeos al. perro: "¡Anda, si es el del hermano del general!". Y lo llama. Y lo atiende. Entonces Prójor se lo lleva de calle, mientras el gentío se descojona de Jriukin y el inspector, envuelto en su capote, reemprende su camino por la plaza del mercado, seguido del municipal pelirrojo que va cargado con un cedazo de grosellas decomisadas.

En pos de la cultura del acuerdo, no muy malo sería que tanto Aznar como Ios nacionalistas moderados" leyesen mucho a Chéjov en estos días. Otro gran escritor, chejoviano optimista pese a todo, narró también la historia ejemplar de un Camaleón, no un cualquiera, al que, habiéndole dado por la política, al final río sabía de qué color ponerse. El autor, Augusto Monterroso, situaba aquella fábula en la época en que brotó este célebre dicho: "Todo Camaleón es según el color/ del cristal con que se mira". ¡A bailarla!

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