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El odio se masca en Hebrón

Arafat va perdiendo -poco a poco en la ciudad el respaldo de una población simpatizante con los radicales, islámicos

ENVIADO ESPECIAL Hebrón, a unos treinta kilómetros al sur de Jerusalén, con una población de 130.000 habitantes, se halla todavía bajo control de Israel. Es la última ciudad, pero la más importante de Cisjordania, que queda en manos israelíes. Teóricamente, conforme a los acuerdos de Washington, debe pasar a la jurisdicción de la Autonomía Nacional Palestina (ANP) a fin de mes, pero es muy probable que la retirada se aplace. La huella del odio antisraelí es visible en todas las esquinas. Ese sentimiento ha existido siempre, pero ahora se ha acentuado tras la persecución de militantes o simpatizantes de Hamás y la clausura de centros religiosos, culturales u otras instituciones ligadas a la resistencia islámica.

A las afueras de la ciudad se encuentra el campo de refugiados de Al Fawar. Su población, alrededor de 5.000 personas, sufre las penurias alimenticias y sanitarias derivadas del cierre decretado tras la ola de atentados de hace dos semanas. Dos jóvenes residentes allí fueron los portadores suicidas de las bombas que causaron la muerte de 25 personas en un autobús de Jerusalén y de una mujer soldado en la localidad sureña de Ashkelón el pasado 25 de febrero.

Incrustado en la ciudad se halla Kiryat Arba, el mayor de todos los asentamientos de colonos judíos, donde viven unas 8.000 personas. En esa superficie, aparecen coquetas casitas construidas mayoritariamente por norteamericanos judíos que vinieron a Israel después de la guerra de 1967 en busca de la Tierra Prometida. De ahí salió armado hace ahora dos años el ultra Baruch Goldstein para hacer una escabechina en una mezquita repleta durante la plegaria del viernes: 29 muertos. Desde entonces, el sentimiento de venganza de los hebronitas no ha dejado de crecer. Los colonos no se reprimen tampoco y escriben en las paredes frases incendiarias que instan a dar muerte al pueblo árabe y a luchar por lograr un Hebrón judío. Los comentarios en la calle, las miradas de temor y desprecio hacia las fuerzas de seguridad israelíes no hacen sino reforzar la idea de las enormes dificultades que todavía acarrea el proceso de paz. Yasir Arafat va perdiendo aquí poco a poco el respaldo de una población simpatizante en general con los movimientos islámicos y que cree ahora que el líder palestino ha decidido entregarla de hoz y coz a las "fauces sionistas".

"Ésta es la civilización israelí", comenta el tío de Solimán Jalil Kawasme, un joven obrero de la construcción detenido en el lugar de trabajo el lunes de la semana pasada, por presunta colaboración con Hamás. El apartamento de Solimán ha quedado destrozado, al igual que el de las demás familias que viven en una casa de tres plantas en un alto de la ciudad. "Una patrulla israelí encabezada por un oficial llegó a las ocho de la mañana y sin más explicaciones nos dijo que saliéramos todos del edificio, mujeres, niños y ancianos. Se dedicaron a destrozar muebles, revolver cajones en busca de no sé qué y luego se marcharon", cuenta llorosa la esposa del detenido. La familia niega que Solimán se dedicara a la política, aunque confiesa que fue deportado hace un año y medio por actividades subversivas para regresar luego a Hebrón. El tío, Fais Kawasme, que asume la función de portavoz, afirma que ha acudido a las oficinas del gobierno local para interesarse por la suerte de su sobrino, pero allí desconocen su paradero. "¿Y a quién me voy a quejar yo ahora? La Autoridad Palestina actúa igual que los israelíes", concluye la esposa.

En una esquina, un anciano perteneciente al clan familiar y que ha sido zarandeado por los soldados, dormita en el suelo aislado del clima de absurda violencia, de una y otra parte.

La ciudad sufre los estragos del cierre de la frontera. Los israelíes han prohibido el tráfico de personas y mercancías entre Israel y Gaza y CisJordania, así como entre los propios territorios autónomos. En el caso de Hebrón, varios de los pueblos de alrededor están a su vez sometidos a un cordón de seguridad que incluso les impide moverse dentro de Cisjordania Los animales son tratados mejor que nosotros. Nos hacen falta alimentos básicos, escasean el pan y la leche; tampoco hay medicinas", asegura a gritos desde una azotea un hombre residente en el Campo de refugiados de Al Fawar, cuyo perímetro está protegido por alambradas que impiden la salida al exterior.

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En circunstancias normales, la población puede salir de la zona, pero los israelíes han decidido dar el cerrojazo ahora de forma temporal convencidos de que el lugar es un avispero islamista. Medio millón de palestinos viven todavía en campos como el de Al Fawar. Un grupo de soldados vigila la entrada. Dos hileras de púas están clavadas en el asfalto. El control es discreto y la autorización de acceso un tanto pintoresca: se puede hablar con los residentes siempre y cuando éstos lo hagan desde las ventanas de sus casas. Algunos incumplen la norma, pero regresan apresurados a su domicilio cuando aparecen los militares armados.

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