Los peligros de Madrid
Con todos los matices que se quiera, una ciudad sin canalla es como una ensalada sin sal. En lo referente a golferío, Madrid siempre fue un océano atestado de bucaneras, piratas, náufragos, tiburones y resacas.A mucha 'ente le da un ataque de risa cuando alguien se lamenta de la actual depravación. Ese no ha leído a Cervantes ni a Lope ni a Quevedo. Tampoco ha ojeado La mala vida en tiempos de Felipe IV, de José Deleito y Peñuela.
La crápula de nuestros días no es moco de pavo, pero queda un tanto desvaída sí la comparamos con aquello. Estamos en el 350º aniversario de la publiciación de un librito titulado Los peligros de Madrid (1646).
Su autor, don Baptista Remiro de Navarra, informa de los riesgos que corren viajeros y vecinos en la vía pública. La Villa era una corte de los milagros del hampa, omnipresente y temeraria. Habla que ir con una mano en la bolsa y otra en la vida.
Una de las calles de más animación rufianesca era, precisamente, la de los Peligros, que no se llama así por los malhechores, sino por el convento en que se veneraba una imagen de la virgen con esa advocación.
Como dato sinuoso, el solar de aquella. iglesia fue ocupado posteriormente por un teatro; luego, por el famoso Café de Fornos; más tarde, por un cabaré. Ahora es una calle ambigua, anodina de día, cenagosa de noche.
La noche sigue siendo en Madrid la madre de todas las golferías. Pero no disponemos de un solo vademécum para detectar gandules y esquivar a la picaresca sin privarse de perdiciones fugaces e inconfesables. Las guías turísticas propenden al plástico, la obviedad y el muermo institucional. Tiene uno que dejarse llevar por el instinto para dar con sensaciones fuertes.
Las personas discretas disponen de un diccionario de golferías, tan secreto que no está ni escrito, cuyos contenidos se guardan celosamente en las barras de los bares. Para desenvolverse en la noche profunda es preciso tener un camarero asesor, o una docena si fuere menester. (Los taxistas también saben demasiado, pero sí les preguntas se hacen los suecos y te endilgan informaciones esquivas, tendenciosas incluso).
En las conversaciones de taberna están las claves de la disipación y de otras cuestiones igualmente necesarias
Con excepciones clamorosas, los camareros de Madrid tienen fama de simpáticos y locuaces. Pero, de buenas a primeras, jamás sueltan lo que saben. Hay que ganárselos a pulso, a pie de barra, noche a noche, dándoles conversación y compañía cuando están aburridos, proporcionándoles risas, chascarrillos, rumores y alguna maledicencia. Una vez conseguida su confianza, se convierten en pozo de sabiduría crepuscular, enciclopedia ilustrada para los que quieran echar canas al aire y soltarse la melena con discreción.
Antonio F. ejerce de empresario-camarero desde hace veinte años en un bar muy concurrido del centro. Alardea ante sus íntimos de no escapársele nada ni nadie. En cuanto asoma alguien, le huele la profesión y las intenciones.
El otro día, un parroquiano quiso poner a prueba su perspicacia. Preparó todo para que entrara discretamente al bar un inspector de policía amigo suyo. El hizo como que no le conocía. En una parte, el camarero le susurró: "Ojo, Manolo, que aquel tipo es madero". Y el otro: "¿En qué lo notas?". Y Antonio contestó: "Mira muy seguro, tiene ojos enrojecidos y lleva bigote".
Antonio F. diagnostica también de forma certera y lacónica a camellos, abogados, periodistas, espías, maleantes de guante blanco y lumis, "que siempre van a lo suyo, incluso en la intimidad".
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