3. Medievalismo y modernidad
Al omitir el análisis de las realidades creadas por el intercambio de lenguas, costumbres, modelos literarios y artísticos y formas civiles de convivencia, el anacrónico encasillamiento de saberes entre latinistas, arabistas y hebraístas obstaculiza el conocimiento cabal de la sociedad y cultura españolas de la Edad Media. Esta nociva deficiencia metodológica abarca y alza muros ficticios en otros ámbitos: vaya de ejemplo la ignorancia recíproca de medievalistas y profesores de literatura contemporánea del área de investigación de sus colegas, laguna o, por mejor decir, gran lago que, de ser subsanados, permitirán a aquéllos reivindicar la modernidad, tal como la percibimos hoy, de elementos y obras juzgados remotos, aproximándolos así a quienes se interesan en ellos, y evitaría a los segundos el presunto descubrimiento de novedades que se remontan a veces a más de seis siglos.Los escasos y mal subvencionados cursos de literatura comparada son, no obstante, esenciales a la correcta apreciación de la española en la medida en que su cotejo con otras puede modificar e invertir escalas de valores crustáceas y rigidas. Sólo quien domina distintas culturas alcanza a distinguir la imitación más o menos feliz de obras y corrientes de fuera de lo que brilla con luz propia en virtud de un ars combinatoria de elementos de irrepetible singularidad. Este compartimiento de especialidades, sumiso además a. cánones anticuados, es responsable entre otros entuertos del menosprecio y desdén que mantuvieron en la gehena del saber erudito a un "marnotreto" de la importancia y enjundia del de Delicado.
Un intercambio fructífero de conocimientos intemporal y plurilingüístico contribuiría a derribar fronteras artificiales y ayudaría a los jóvenes reacios al estudio de obras de otras épocas a arrimarse a ellas con menor dificultad.
Recuerdo que a comienzos de los setenta tuve la feliz oportunidad de alternar mis cursos para estudiantes graduados en la New York University con otros de un escalón muy inferior en el departamento de literatura de una de las universidades más huérfanas del Bronx, cuyo alumnado se componía casi exclusivamente de puertorriqueños. La decana del departamento me advirtió de entrada que debería limitarme al estudio de autores y obras de la isla, pues los estudiantes, me aseguró, no se interesaban por los del resto de Iberoamérica y, menos aún, España. Cuando le dije que consagraría mis clases a La Celestina rompió a reír con risa reventona: "El primer día del curso tendrá usted los veinte y pico inscritos; el segundo, la mitad, y el tercero, ninguno". "Vamos a ver", repuse. Compré por mi cuenta dos docenas de ejemplares de una edición barata de la tragicomedia y en la fecha inaugural del curso los distribuí entre las alumnas y alumnos. "El autor de esta obra", les dije, "tenía la edad de ustedes cuando la compuso. Como ustedes, era súbdito de la mayor potencia imperial de la época y pertenecía igualmente como ustedes a una minoría discrirninada, como la de los puertorriqueños en Estados Unidos. El libro es la tragedia de un amor enfrentado a las normas y valores de una sociedad tradicional rígida".
El cursillo, a su manera, fue un éxito. Ningún estudiante desertó del aula y todos leyeron a Fernando de Rojas con seriedad e incluso apasionamiento. Los lances de la obra les evocaban episodios similares, acaecidos en Puerto Rico: la vecina de una joven se había inmolado por amor como Melibea; un día cogí un taxi en Manhattan cuyo chófer, casualmente un estudiante inscrito en el curso, permanecía al volante en la parada enfrascado en la lectura de La Celestina. Las composiciones de fin de semestre pecaban desde luego de ingenuas, pero nadie se sustrajo a ellas. "En las relaciones entre el hombre y la mujer el papel de la mujer es muy importante", escribió un melibeo apuesto de bigotico y perilla. La frase -y la risa irresistible que desencadenó- recompensaron con largueza mi empeño.
¡Los puertorriqueños marginados del gueto podían leer con provecho la obra de Rojas! Esta prueba maciza de su universalidad apuntaba a los culpables de su lejanía y distanciamiento: a 108 profesores incapaces de adaptarse a las condiciones sociales y culturales del alumnado y de tener en cuenta su inestable condición de emigrados a horcajadas de dos mundos ni su mediocre nivel educativo.
¡Calixto y Melibea o los amantes de Mayaguey! Alguien me expuso la idea de musicalizar la tragicomedia y convertirla en otra West Side Story. Lamento que su ilusión no cuajara: habría sido el mejor homenaje popular a cuatrocientos setenta años de distancia, al bachiller de La Puebla de Montalbán cuyo "cuento de horror", según palabras de Gilman, fue la respuesta al horror que le cupo vivir desde el desabrigo y vulnerabilidad de la infancia.
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