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Tribuna:NUESTRA CULTURA
Tribuna
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Anecdotario iniciático

En 1969, durante mi estancia en California en calidad de profesor visitante, di una charla un tanto cultiherida en la Universidad de Berkeley sobre el anquilosamiento gradual del género picaresco inspirada en las teorías de los formalistas rusos editadas primero en La Haya (1955) y divulgadas por Todorov y Kristeva en la siguiente década. La moda francesa del estructuralismo no había calado aún en los departamentos de literatura estadounidenses (pronto lo haría, con resultados desastrosos) y los nombres de Schlovski, Tinianov, Tomashevski, Eikenbaum, etcétera,, resonaban en el aula peregrinos y exóticos. Recuerdo que al final de la conferencia, acogida con elocuente, ceñifruncido silencio por el organizador del acto, éste, un ilustre erudito aclimatado en aquellas remotas tierras no por razones políticas sino pecuniarias, se aferró al brazo de uno de sus auxiliares y, con aires de conspirador de ópera veneciana, le susurré unas consignas camino de la biblioteca. La misma noche, el joven ayudante de cátedra me reveló la enjundia de tan llamativo secreteo: el buen académico había anotado los nombres de los ensayistas por mí mencionados y quería verificar en el fichero del. silencioso almacén del saber si aquellos rusos eran invención mía o existían de veras. Dicha Autoridad Indiscutible, aureolada de admiración y respeto en los círculos intelectuales hispanos, había arrojado a mano airada, el mismo día, a un rincón de su despacho un ejemplar de los poemas de Cernuda que yo había aconsejado a uno de sus alumnos, aunque no figurara en la nómina de los poetas del siglo XX seleccionados por el Maestro. "Le conocí", dijo para aclarar su desplante. "¡Un tonto ' un antipático y un atravesado! Emilito Prados y Manolito Altolaguirre eran ya otra cosa... Manolito, sobre todo, fue un gran. conversador"."Ésta y otras amenas e instructivas incursiones de almogávar en el predio de nuestras glorias me ayudaron a apercibirme para correrías futuras. La lectura de Blanco White, Larra, Clarín y Cernuda habían despejado el terreno, esclarecido el ámbito. Así, cuando a comienzos de los ochenta, a la salida de mis novelas Makbara y Paisajes después de la batalla, en vez de firmar ejemplares en unos, grandes almacenes, decidí, de acuerdo con mis editores, leer fragmentos de las mismas en una docena de universidades a fin de habituar el oído del público a su ritmo y prosodia, la reacción de algunas lumbreras especializadas en literatura española contemporánea no me sorprendió en exceso: la mitad de ellas desapareció a la hora y el día fijados para la lectura, con o sin tarjeta de excusa; la decana de una universidad andaluza cerró incluso la puerta de la Facultad en la fecha programada, so pretexto de permitir que los alumnos acudieran a Sevilla a recibir al Papa; otro profesor emérito, luego de manifestar su oposición a la presencia en el alma máter de un sujeto de mis características (rojo, maurófilo y otras cosas y cosillas), según me confiaron luego dos universitarios graduados, quiso apuntarse el tanto de mi presentación en un ejercicio de vacuidad gárrula que provocó la hilaridad del público. A la pregunta a mí dirigida por uno de los asistentes -"¿Sabe usted que en esta universidad estudiamos las novelas de Torcuato Luca de Tena, pero no las suyas?"-, mi introductor, con un brioso a lo hecho, pecho, le espetó en un arranque rayano en lo sublime: " iEh, esto lo dice usted contra mí! ¡Si no está contento aquí, váyase a estudiar a Salamanca!". La hilaridad fue general y yo me sumé, gozoso, al coro de carcajadas.

Anécdotas, sí, pero reveladoras de una concepción patrimonial de la cultura y sus instituciones de parte del gremio de sus titulares, celosos guardianes de sus privilegios y de un saber a menudo vetusto y precario, amenazado por la falta de respeto y "rareza" de cuanto acaece fuera de sus bastiones y prolifera extramuros, bosque de letras en movimiento como el profetizado por las hechiceras de Macbeth.

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