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Selva o civilización, tú decides

"Los primeros cristianos sabían muy bien que el mundo estaba regido por demonios y que el individuo que se comprometía con la política, es decir, con los medios del poder y de la violencia, cerraba un pacto con potencias diabólicas".(Max Weber, La tarea y la vocación del político, 1919)

Cuando el señor X decidió a principios de los ochenta autorizar el uso de la violencia ilegal para combatir el terrorismo organizado de ETA, penetró en un territorio inhóspito y desolado en el que otros gobernantes europeos han habitado en el reciente pasado con desigual fortuna y reacciones públicas diversas.

El problema moral subyacente es muy antiguo y sobre él se han escrito páginas inolvidables desde que Maquiavelo y Santo Tomás Moro se constituyeran en arquetipos de sus dos soluciones irreconciliables hace más de cuatro siglos. Salvar el alma o salvar al Estado, respetar siempre la ley para hacer cumplir la ley o sortear -cuando no lisa y llanamente vulnerar- el derecho positivo para combatir a los que lo transgreden. El agudo florentino dejó impreso que la esencia de la política se revela en las situaciones extremas. En efecto, cuando se asesina a jubilados, niños o madres de familia con la mayor frialdad y vesania, y tan abyectos crímenes dicen perpetrarse en defensa de la libertad en un país donde todas; las libertades están reconocidas y garantizadas, se alcanzan los límites en que la serenidad puede ser confundida con la cobardía y el mantenimiento de la legalidad con la ineficacia.

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Aleix Vidal-Quadras es presidente del Partido Popular de Cataluña

S.von Otter, mezzo; y B. Forsberg, pianista. Obras de Grieg, Stenhammar, Von Koch, P. Berger, Schubert y Schumann. Teatro de la Zarzuela. Madrid, 26 de febrero.

En circunstancias similares, otros señores X en Francia, Gran Bretaña, Italia o Alemania tomaron el camino de enmedio en las últimas décadas y muchos años después de acaecidos los hechos se han publicado libros estremecedores, como el relativo a las operaciones especiales llevadas a cabo en Francia entre 1959 y 1962, del que es autor Constantin Melnik, y en el que se describen con todo lujo de detalles las reuniones en las que el entonces primer ministro de la República, Michel Debré, el representante del general De Gaulle, Jacques Foccart, y el propio Melnik, seleccionaban los blancos a abatir con una metodología no exenta de objetividad y rigor científico, mediante la aplicación aséptica de impecables análisis riesgo-beneficio.

Sin embargo, existe una sensación generalizada de que el GAL no es exactamente asimilable a las acciones organizadas en su día por los Gobiernos francés, italiano, británico o alemán contra el FLN, las Brigadas Rojas, el IRA o la banda Bader-Meinhof respectivamente. Hay algo en la siniestra y torpe trama protagonizada por Amedo, Domínguez, Vera, Barrionuevo y el apenas incógnito señor X, que la tiñe de especial bajeza y que inspira una excepcionalmente intensa repulsión al conjunto de la ciudadanía. Por supuesto, la apropiación indebida y procaz de los fondos reservados para enriquecimiento particular ilícito constituye el aspecto más obvio de la zafiedad del caso GAL, que suscita la natural indignación en el sufrido cuerpo de contribuyentes. Pero aunque sea de forma no racional y casi inconsciente, existe otro elemento de carácter más profundo y primigenio, que solivianta y exaspera a la opinión y provoca el rechazo más vivo y más rotundo del común de las gentes hacia las barbaridades cometidas en el País Vasco francés y español por grupos parapoliciales extralegales financiados e impulsados por Gobiernos presididos por Felipe González. Los seres humanos siempre han vivido el desgarro de tener que elegir entre códigos morales incompatibles e imposibles de armonizar. Desde los albores del pensamiento ético, los espíritus se han visto solicitados, en ocasiones contradictoria y violentamente, a servir a distintos dioses ferozmente opuestos, y el sacrificio en un altar ha significado frecuentemente el alejamiento definitivo de las demás aras, de tal forma que toda fe puede ser vista bajo este ángulo como una forma de mutilación de las almas, que se autoimponen una certidumbre tranquilizadora sobre la base de renunciar a otras certezas de rango similar o de ahogar interrogantes estimulantes y enriquecedores. La disyuntiva de optar entre la ética de las convicciones y la ética de las responsabilidades ha amargado el ejercicio del poder a innumerables conductores de pueblos a lo largo de la historia.

El asesinato de César, la ejecución del duque de Enghien, el holocausto de Hiroshima o el hundimiento del Belgrano, por citar algunos ejemplos célebres, no fueron acciones ordenadas a la ligera y tuvieron un altísimo coste para Bruto, Bonaparte, Truman o la baronesa Thatcher, en términos de zozobra anímica o de remordimientos inmisericordes para el resto, corto o largo, de sus vidas. Pese a ello, se vieron obligados a optar y optaron, asumiendo la carga dolorosa y terrible de la orden dictada o de la acción directa realizada, a sabiendas de que al hacerlo daban la espalda a la lealtad filial, a la palabra dada o a las enseñanzas evangélicas. Su elección, definitiva y lacerante, fue irreversible y al asumirla no se vieron asistidos por sus creencias religiosas o sus más arraigados principios morales. Su daga, su firma, su gesto sin retorno se blandieron en el aislamiento helado de sus conciencias transformadas en páramos batidos por el cierzo de la duda, del arrepentimiento o de la desesperación. Incluso para aquellos que pudieran legítimamente considerar estos actos cruentos y sobrecogedores como inadmisibles a la luz del sistema de valores judeo-cristianos o de códigos de conducta laicos de carácter humanitario, no dejan de aparecer revestidos de una grandeza trágica y sus protagonistas de inspirar el respeto asociado a la capacidad de aceptar con coraje y determinación el riesgo de abominar de uno mismo.

Ahora bien, cuando para proteger a la polis o preservar vidas inocentes se abandona la moral convencional para ceñirse a otra, no ya heterodoxa o equívoca, sino impregnada del sabor agrio de la sangre y del delito, cuando para conservar el Estado se mata, se extorsiona, se soborna, se miente o se secuestra, ese nuevo universo axiológico en el que se malvive atormentado e insomne tiene también sus reglas, extrañas y aterradoras si se quiere, pero tan exigentes e inexorables como las grabadas por el fuego divino sobre la piedra del Sinaí.

Y es aquí donde radica el fallo imperdonable del señor X y sus acólitos, la vileza que les separa de los gobernantes que entregan su paz interior como rehén de la razón de Estado, la degradación que les convierte irremisiblemente en figuras despreciables que chapotean en el cenagal de la mera truhanería. Porque cuando se monta una operación como la del GAL, se queda sometido a dos normas inexcusables: la primera es no fallar, y la segunda, si se falla, es no hablar bajo ninguna circunstancia, sea cual sea la presión, el sufrimiento personal y familiar, o el castigo penal arrostrado. En el desgraciado asunto del GAL, los actores implicados han fallado estrepitosamente hasta extremos rayanos en lo grotesco, han hablado por los codos y, como colofón sonrojante, el último eslabón antes de la catástrofe se escuda en una lista electoral cerrada con el noble, contundente e indisimulado argumento de que o él va a las listas o el señor X va tras las rejas.

El caso GAL no es, desde esta perspectiva, una muestra más de aplicación de la ética de las responsabilidades en situaciones de extrema tensión o perentoria necesidad. Se trata, pura y simplemente, de la ausencia de reglas, de la anomia más rastrera y tabernaria, del vacío moral más decepcionante y grosero.

Si para derrotar al Mal se violan todas las leyes divinas y humanas y se comparece inerme ante la puerta del averno, sin ninguna ley por tanto a la que invocar para protegerse del aliento fétido del diablo, hay que estar dispuesto a ser abrasado sin paliativos y sin vacilar. Lo que no se contempla es, como han pretendido en su ordinariez el señor X y sus corifeos, una vez en presencia del Maligno darle un codazo de complicidad en los ijares e irse después todos juntos a entrechocar copas y contar chascarrillos.

Por eso, además y por encima de intentar bajar los impuestos, moderar la inflación y los tipos de interés, reducir el déficit, enjugar la deuda, embridar los micronacionalismos separadores, simplificar y racionalizar la Administración y fortalecer las instituciones, España debe regresar a un mundo en el que, trascendentes o terrenales, luciferinas o seráficas, aparentes o implícitas, existan reglas, o lo que es lo mismo, debe abandonar la selva para entrar de nuevo en la civilización recuperando el mínimo nivel de dignidad colectiva exigible a una gran nación cargada de pasado, que no se merece su presente, y dotada de suficiente energía para afrontar su futuro.

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