Juegos insensatos
La de político es una profesión que obtiene sistemáticamente una baja valoración en todas las encuestas de opinión pública. A este respecto, el desempeño de altas posiciones de poder institucional por los socialistas durante 14 años no ha servido para cambiar. ni un ápice la más arraigada constante de nuestra tradicional cultura política: "político y hombre de bien no puede ser", se escribía en la prensa obrera a principios de siglo; "no hay cosa más abyecta que un político", decía el pulcro Azorín, que en este juicio no se diferenciaba nada de Pablo Iglesias.La baja estima del político se extendió, como no podía ser menos, al conjunto de las instituciones del Estado: "las Cortes son el mal mismo", clamaba Costa, y Baroja, como luego Ortega y Azaña, tendrá al Estado entero como una "finca" en la que una pandilla de facinerosos había entrado a saco para saciar sus apetitos. Se puede pensar lo que se quiera del Estado español de la Restauración, pero una cosa al menos está clara: el desprestigio de los políticos, y la concepción de la política como actividad a la que se dedicaban gentes de la peor calaña, acompañó como una persistente música de fondo su irresistible caída. La consecuencia: 40 años de dictaduras, militares.
Por eso, para quienes conservan memoria histórica, resulta algo más que inquietante la visión del otro que los políticos de hoy propalan durante las campañas electorales. Los socialistas han sacado un cuadernillo con todos los insultos recibidos durante la última legislatura, pero podrían publicar un grueso volumen con los que ellos propinan estos días a los "gilipollas" -por emplear un término muy del gusto de uno de sus más ilustrados dirigentes que les hacen la competencia. La ocasión que los políticos tendrían que aprovechar para alzar su imagen y prestigiar su trabajo debatiendo sobre las cuestiones que afectan al Estado y a la sociedad se convierte en el más agresivo escaparate para que todo el mundo contemple el juicio que unos políticos merecen a los otros: es muchísimo peor que el que tiene de todos ellos el público en general.
Pero la inquietud levantada por estos torneos no procede sólo de la afición por el insulto que ensucia nuestra vida política sino de la deslegitimación global del sistema a que su práctica irremediablemente conduce. Pues, lanzado ya en caída libre, lo que cada político nos viene a decir es que todos son gilipollas, o mentirosos, o charlatanes de feria, menos él o ella; y que el Gobierno sólo será legítimo si lo ostenta el partido a que él o ella pertenece. Y en este punto, en el que los populares se han cansado de dar la tabarra durante dos años tratando a los socialistas como usurpadores del Gobierno, son ahora los socialistas quienes se llevan la palma pues, sabiéndose derrotados, no se limitan a insultar al adversario sino que le mientan su parentela y anuncian grandes catástrofes para el caso de que culmine su triunfo. Repetir la vieja cantinela de que tu padre y tu abuelo eran más franquistas que los míos; volver a los viejos cuentos de miedo al lobo feroz en la imagen de un temible doberman de fauces fascistas, indica que los candidatos socialistas se han creído de veras eso de que ellos son, como sugiere Serra, los únicos representantes de la soberanía popular.
Lo grave es que al deslegitimar a su respectivo adversario por lo usurpador o lo fascista que fue y por el desastre que será, lo que hacen todos los políticos entregados a este juego estúpido es sustituir el lenguaje de- la política por el de la guerra, sin consideración alguna para el sector del electorado que desea ir a las urnas como quien va a la fiesta ritual de la democracia y no a un campo de batalla. Si los políticos esparcen tan abominable opinión los unos de los otros, que opinión esperan que cultive de todos ellos el público? Tal como va la campaña, acabarán todos por los suelos sin dejarnos más salida que la de ir a votar por ninguno de ellos.
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