Cuba y Puerto Rico
Conforme avanza a pasos acelerados la latinoamericanización de Cuba, conviene quizá esbozar algunas. reflexiones sobre los factores que por muchos años le permitieron a la isla esquivar dicho estigma. La latinoamericanización consiste, ante todo, en la reaparición brutal de la desigualdad en Cuba. De manera inevitable, o por errores u omisiones, en la isla socialista resurgen hoy los rasgos típicos de las sociedades del hemisferio. Se ensanchan de nuevo las brechas entre ricos y pobres, entre poderosos y débiles, entre blancos y negros, entre la ciudad y el campo. Emergen nuevos abismos: entre el millón o dos millones de habitantes con. acceso al dólar y los demás; entre los que tienen familiares en Míami y los que no; entre los que disponen de algún otro talento, oficio o encanto comerciable en divisas, y los que carecen de esos privilegios. Salen a la luz del día las plagas de la desigualdad mendigos en las calles, delincuencia en las zonas prósperas, prostitutas en las esquinas, miles de cubanos -oficiales y privados- dedicados a estafar a turistas, a los hombres de negocios, a los diplomáticos. Si la descripción evo ca una sensación de déjá-vu, no es casual: Cuba se empieza a parecer, otra vez, a México, a Dominicana, a Lima. Nunca lo dejó de parecer del todo, y todavía no se asemeja del todo, pero la tendencia es incontrovertible. ¿Cuál fue la vía cubana para salir de la desigualdad? Se requeriría un libro para describirla -libro por cierto aún no escrito-, pero tal vez se pueda resumir en tres grandes atributos: un Gobierno decidido a reducir las desigualdades a como diera lugar y dispuesto a perseverar. en ese esfuerzo por varios decenios; la expulsión / expropiación de los ricos, sin matarlos ni encarcelarlos sino simplemente enviándolos a Miami; la existencia de una fuente casi inagotable de recursos que pagó -a cambio de algo: situación geópolítica, saneamiento ideológico, alianza emblemática- el costo de las dos primeras decisiones: la Unión Soviética. Gracias a estos tres ejes de acción, la revolución cubana y Fidel Castro lograron hacer algo que muy pocos países de la región -si es que algunos- alcanzaron: una mejora significativa en la distribución del ingreso, en la nivelación de oportunidades, en la reducción de las desigualdades más dolorosas: las raciales y étnicas, las que separan a moradores urbanos de campesinos sin tierra, etcétera.
El costo fue enorme y la tendencia posiblemente era insostenible, con o sin caída del socialismo, pero los resultados están a la vista. Representaron las grandes conquistas del régimen de la revolución en materia educativa, deportiva, de salud pública, de seguridad y dignidad de la población. Si bien otras naciones latinoamericanas gozan de estructuras sociales semejantes a la que anteriormente había alcanzado Cuba -Argentina, Uruguay, Costa Rica- no las construyeron a partir de una base cualitativamente distinta. En todo caso, poseen hoy una configuración semejante a la de hace medio siglo -más en caso de Uruguayo incluso menos igualitaria. Hay una gran excepción, sin embargo. Un país latinoamericano que a partir de los años cincuenta ve también transformada su estructura social: se llama Puerto Rico. Gracias a la enorme transferencia de recursos procedente de Estados Unidos, a la inmigración masiva hacia Nueva York y a las sucesivas etapas de la construcción del Estado asistencia! estadounidense, la Perla de los Mares se convierte en una sociedad de clase media baja para finales de los años setenta. No al grado de Estados Unidos o Europa: la proporción de pobres en esta isla se mantiene elevada, pero sin comparación con el resto de América Latina. De la misma manera, en Cuba nunca desaparecieron por completo los sectores marginados de La Habana Vieja y del campo, pero adquirieron dimensiones desconocidas, por su exigüidad, en el resto del continente. La mayoría de los habitantes de ambas Antillas llegaron a pertenecer a una clase media baja, alfabetizada, y con educación secundaria, seguridad social, empleo -más en Cuba que en Puerto Rico-, vivienda correcta -sin más- y seguridad. Si de acuerdo con cálculos recientes, el total de transferencias de todo tipo de la URSS a Cuba en los mejores años rebasó el 20% del PIB anualmente, la suma de recursos estadounidenses canalizados cada año a Puerto Rico se acerca a esa magnitud. Entre las entregas de Food Stamps en efectivo a casi el 50% de la población, los Pell Grants para la educación, el sacrificio fiscal de Washington por concepto del artículo 936 del Código Fiscal, y los Entitlements de diversa índole (pensiones militares, ayuda médica a ciudadanos de tercera edad, pensiones para todos), el flujo neto de dólares públicos se convirtió en una condición de posibilidad de combate frontal a la desigualdad.
Combate que se tomó factible por dos motivos adicionales. El primero es el más conocido. Se trata del éxodo de casi la cuarta parte de la población -principalmente pobre, a diferencia de Cuba- al noreste americano entre principios de los años cincuenta y finales de los sesenta. Gracias a la en otros sentidos ignominiosa Jones Act de los años veinte, que les otorgó una ciudadanía estadounidense restringida, los habitantes de Puerto Rico gozaron de un privilegio inexistente para otros latinoamericanos: trabajar legalmente en EE UU, ir y venir sin riesgo alguno. Si Cuba recibió mayores recursos de la URSS que Puerto Rico de EE UU, Puerto Rico pudo desterrar al norte un contingente de emigrados mucho más nutrido que Cuba.
Pero esta misma libertad obligó tanto al Gobierno de EE UU como a las autoridades puertorriqueñas a desalentar la emigración mediante una política asistencial. Había que pagarles a los isleños para que no se fueran: ofrecerles empleo, seguro social, educación y vivienda. Para hacerlo se diseñó- y se edificó, a lo largo de los años, el único dispositivo asistencial cabal de EE UU, y se llevó a cabo el único esfuerzo, junto con el de Cuba, sostenido y eficaz de reducción de desigualdades en América Latina. ¿Cómo pagarlo? Con dinero. ¿De quién? Del contribuyente estadounidense: ¿quién más? Las razones: evitar una migración mayor, desactivar el sentimiento independiente y mostrar un modelo que serviría de escaparate de la Alianza para el Progreso.
Dos países, tres varas mágicas: recursos, migración, compromiso y voluntad, por motivos distintos, para cerrar las grietas que laceran nuestras sociedades. Al verse socavados estos factores por la caída del socialismo en el caso de Cuba, por la crisis presupuestaria en EE UU en lo que toca a Puerto Rico, la ancestral desigualdad de América Latina alzó de nuevo su cabeza. Las consecuencias han sido más dramáticas en Cuba: la latinoamericanización es un hecho. Pero más allá de estos agridulces desenlaces, convendría sacar conclusiones: sin un Gobierno resuelto a ello, sin una transferencia gigantesca y duradera de recursos públicos del exterior, y sin un desplazamiento importante de la población hacia el exterior, será difícil, si no imposible, reducir la desigualdad de la mayoría de los países de América Latina.
es profesor de Relaciones Internacionales de la UNAM.
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