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Ser (o no ser) intelectual en Cuba

ABEL PRIETOEl presidente de la Unión de Escritores de Cuba da su visión de la política cultural en la isla tras el fracasado encuentro de autores en Madrid

En torno al fracasado encuentro La isla entera, que se propuso reunir en Madrid, por segunda vez, a escritores cubanos residentes en Cuba y en otros países, han circulado informaciones de variada índole en la prensa española. Se ha discutido, de hecho, la política cultural cubana y la razón de ser de las instituciones que llevan a la práctica: ¿obstaculizan estas instituciones las relaciones culturales con la emigración?, ¿son un mero instrumento del Estado totalitario?, ¿están diseñadas para asfixiar la libertad creadora y anular la condición misma del intelectual?No se ha hablado por estos días, que yo sepa, de la promoción cada vez más amplia, abarcadora e irreversible que hacen nuestras instituciones (tan vilipendiadas) de la obra de artistas y escritores emigrados. Hemos puesto al margen prejuicios y distanciamientos, enconados durante décadas de hostilidad, y las posiciones políticas (pasadas y presentes) de los que hacen o han hecho su trabajo de creación lejos de Cuba: así han encontrado espacio, en las páginas de nuestras antologías y revistas, desde escritores que por razones de clase o ideología abandonaron el país en el temprano 1959 hasta aquellos que aquí practicaron una militancia comunista fanatizada y ahora, como típicos conversos de tiempos difíciles, exhiben un discurso cada vez más duro contra la revolución, y muchos otros, la mayoría, que se interesan honestamente en el diálogo con sus colegas de la isla y no traen consigo obsesiones revanchistas ni complejos de culpa.

Sentimos que la responsabilidad por todo el patrimonio cultural de la nación pertenece a las instituciones y a los intelectuales de la isla, y pertenece al pueblo, a la gente que vive en la isla real, que es también la posible, y que no será nunca mutilada, y a ese receptor de masas que tiene la cultura entre nosotros. A nuestro empeño por asumir la totalidad de la cultura cubana se suman, y son bienvenidos en Cuba, los esfuerzos individuales de escritores, artistas, investigadores y académicos emigrados. Encuentros, talleres, seminarios, hemos hecho muchos, y vamos a seguir haciéndolos, sin necesidad de mediadores, y sus resultados culturales están a la vista.

Cuando pasen -ya están pasando- los cantos triunfales de la derecha y pueda hacerse un balance serio, riguroso, de la historia del socialismo en el siglo XX, entre los muchos e indudables aportes de la revolución cubana (viva y vigente contra todos los pronósticos) habrá que destacar la fecundidad de su política cultural. Hubo retrocesos y errores que en Cuba hemos debatido a fondo (irrisorios si se les compara con los que otros cometieron en nombre del socialismo); pero ningún error, ninguna traba burocrática, debe impedirnos evaluar en toda su significación el aporte sustancial, decisivo, de nuestro programa cultural.

Este programa, basado en un respeto impecable a la especificidad de la creación, enemigo del sectarismo y del dogma, fundó un clima abierto, plural, donde se ha promovido oficialmente, por las instituciones oficiales de la revolución, el arte crítico, reflexivo, inquietante, el arte de la herejía y de la duda imprescindible, desde Memorias del subdesarrollo o La muerte de un burócrata hasta Fresa y chocolate o Guantanamera (por sólo citar la obra emblemática de uno de nuestros creadores): herejía y oficialismo se han mezclado en un proyecto social y cultural antiburocrático por definición, capaz de autorrenovarse y de extraer lecciones permanentes de sus propios reveses, donde el intelectual (como entidad pensante, incisiva, participante) ha tenido una indiscutible influencia política, orgánica y no circunstancial, y sin las cortapisas más o menos sutiles que en otros lugares imponen el mercado y el instinto de conservación del sistema.

La Revolución hizo más por la cultura en tres décadas que las Repúblicas de América Latina en casi 200 años de independencia: creó galerías, teatros y escuelas de arte, y una poderosa industria editorial, y liquidó el analfabetismo, y logró que el libro se convirtiera en una presencia cotidiana en la vida de todos los cubanos. Alejo Carpentier, que antes de 1959 no publicó ninguna de sus obras en Cuba, percibió el alcance de estas transformaciones para el sentido mismo de su oficio. "Terminaron los tiempos de la soledad del escritor", dijo, "empiezan los de la solidaridad".

¿Contradicciones, choques, enfrentamientos? Los hay, por supuesto, como en toda cultura viva, pero nada tienen que ver con las fábulas orwellianas del Estado Totalitario y esa Criatura altiva, heroica, que se empeña en pensar con cabeza propia. Nada tienen que ver esas caricaturas y esquemas con lo que ocurre día a día en los debates de la intelectualidad en Cuba, con ese contrapunto, áspero a veces, donde la herejía auténtica y creadora se abre paso, venciendo visiones estrechas, para encontrar un inesperado cauce afirmativo ("oficial" o "hereje", ya no importa) y ayudar a la emancipación y crecimiento de los cubanos.

El hecho de que los esquemas orwellianos se repitan con éxito cada cierto tiempo sólo se explica en un mundo informativo en extremo codificado, donde los estereotipos son muy rígidos y hay poco espacio para la búsqueda y para una auténtica pluralidad. Se sigue a la caza del disidente, del Solzhenitsin del trópico, sin analizar a fondo la originalidad de nuestro proceso cultural.

Si ese Solzhenitsin debuta al fin, con maracas y sombrero de yarey, en el lobby de algún hotel de La Habana o Varadero, no es demasiado importante: los intelectuales cubanos siguen haciendo contribuciones a la herejía mayor, a la revolución, a este presente de imaginación, resistencia y fundación.Abel Prieto es presidente de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba y miembro del Buró Político del Partido Comunista de Cuba

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