Apaleamientos salvajes
Al final, resulta que los artesanos de la plaza de Santa Ana tenían razón. Por lo menos, eso es lo que han dicho los jueces.Es curiosa la relación de algunas autoridades con la justicia. Cuando les da la razón, se muestran implacables. Ejecutan (con perdón de la expresión) la sentencia con premura, con toda la crueldad y contundencia que les permiten las herramientas de represión.
Ahora bien, cuando la justicia les señala que no están actuando de acuerdo a la ley, se encogen de hombros, se pasan la ley por el arco del triunfo, y tan contentos. Parece que las leyes están para que no se desmande el ganao, y que los administradores elegidos por ese pueblo al que llaman soberano están por encima de ellas.
No deja de causar sorpresa el hecho de que al día siguiente de hacerse pública una sentencia en la que se afirma que los artesanos pueden volver a vender en la plaza, el propio alcalde dice que no volverán.
¡Qué bonito! Parecía el momento apropiado para que un caballero, si lo es, aprovechara para pedir perdón por las salvajes acciones con las que se desalojaron de la plaza a aquellos hombres de bien, sin duda mucho mejores que los que ordenaron su desalojo, y menos merecedores de aquel castigo que ellos.
Es difícil para un alto cargo ponerse en el lugar del que no tiene otra forma de ganarse la vida, dentro de la ley, que vender en la calle. Y mucho más difícil para el que no tiene la menor idea de lo que significa solidaridad. Resulta más sencillo el ejercicio de la fuerza y, sobre todo, desde un despacho.
Todo debe reducirse a un: Que los apaleen. Esta brutalidad se puede justificar una vez, por inconsciencia (a fin de cuentas los apaleados son parte del pueblo soberano anónimo, no importan a nadie. Si se: tratara de desalojar el consejo de administración de un banco, estoy casi seguro que utilizarían otros métodos).
Ahora bien, cuando se han visto las fotos en la prensa (que a mí me revolvieron las tripas), seguir ordenándolo una y otra vez traspasa el morbo del que quiere experimentar por curiosidad morbosa, para entrar en el campo de la ideología. Eran actos de simple crueldad, desprecio, violencia gratuita (o, mejor dicho, a costa del contribuyente).
Y todo aquello, ¿por qué?: Por camellos. No contentos con las palizas que dieron a aquellos artesanos, les acusaron de traficar con drogas. A la autoridad todo le está permitido.
Por supuesto, estas acusaciones nunca fueron probadas y se utilizaron como excusa, ante ala opinión pública, para justificar aquellas acciones características de los mandos salvajes de un tiempo que no debió existir y que no nos deberían recordar.
Habría que preguntar a los responsables de aquello, uno a uno: ¿Les gustaría que una tardecita de enero alguien le saltara la prótesis dental de un porrazo? ¿Le gustaría que alguien le acusara de traficar con drogas, por la cara? ¿Le gustaría que en pleno cóctel de gala alguien se acercara a su señora a preguntarle a cómo está el gramo de heroína? A mí no me gustaría. A mis hijos tampoco. A los hijos de los artesanos tampoco. Respeten a los ciudadanos, por favor. También a los que no son ricos.
Ustedes ganaron por la fuerza y ahora ellos han ganado con la ley en la mano, con la razón, como deben hacerse las cosas en los países civilizados.
A lo mejor, todo se arreglaría si algunas autoridades por la mañana, frente al espejo, repitieran cien veces: "Estamos en dernocracia". Claro que si se lo acabaran creyendo puede que no les interesara el cargo.
Antes de contestar a la sentencia, habría que pensar en cómo restituir el daño moral y físico que se ha hecho a estos ciudadanos. Aunque, tal vez, no sea necesario pedir perdón, y sólo se trate de otro debate estéril.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.