La autonomía de la política
Una vez que la dirección del PSOE, tal como corresponde al modelo caudillista que se ha ido fraguando en las dos últimas décadas, tomó la decisión suicida de presentar como candidato a Felipe González, el empeño ciego en seguir escurriendo las responsabilidades más perentorias ha puesto en marcha una carrera loca que conduce directamente a la destrucción de un partido que contaba con una tradición democrática muy digna y que además había llegado a ser una pieza clave en nuestro ordenamiento político. Otra vez, como ocurrió después del hundimiento de UCD, el sistema de partidos queda cojo, lo que podría suponer de nuevo un poder excesivo para el ganador de las próximas elecciones. El que cada cambio de presidente se pague al costo altísimo de destrucción de un partido es señal clara de que algo fundamental no ha funcionado en la restauración de la democracia.Quince años ha tardado el centro-derecha en recuperarse, y en tan largo trecho no hubiera tenido la menor oportunidad de gobernar -al contrario de lo que se temía al comienzo de la transición, el problema consiste más bien en la excesiva estabilidad de los Gobiernos- si en la cúspide del partido socialista, con una concentración de poder inusitada, no se hubiera encontrado un grupo de personas que han mostrado abiertamente su desprecio por las reglas democráticas más elementales -el señor Guerra comprueba ahora en su propia carne los métodos que él aplicó en el partido- sin la menor receptividad para el Estado. de derecho. El PSOE se derrumba, víctima de los delirios que ha permitido la falta de democracia interna.
La lógica destructiva que conlleva negar sistemáticamente la evidencia ha llevado al líder no ya a menospreciar el Estado de derecho -ahora sabemos que lo hizo desde el comienzo de su mandato-,sino incluso a atacarlo directamente, si no de palabra -lo dicho a puerta ¿errada no puede emplearse en la discusión pública-, por lo menos con su comportamiento. Presentar en la lista de Madrid a un procesado por tres delitos graves supone, por lo pronto, una provocación al ciudadano, al que se le obliga, antes de depositar su voto, a que decida si, contra toda verosimilitud, comparte el convencimiento que exhiben los socialistas sobre la inocencia del procesado, o si es que, mucho más grave, asume la invitación que implícitamente se le hace de apoyar con el voto acciones contrarias a derecho. El que con el sufragio se intente legitimar conductas que cuestionan el Estado de derecho es una de las formas más repugnantes de desnaturalizar y corromper la democracia.
Recluirse en un convencimiento subjetivo, que nadie se ha dignado a explicar en qué se sostiene, y que además niegan los indicios racionales que expone un auto de procesamiento, realizado con todas las garantías por el más alto tribunal del Estado, se comprende en boca del procesado o sus familiares -ya se sabe que se consideran inocentes todos los imputados, incluso casi todos los condenados cumpliendo penas de prisión-, pero hacer pública fe tan irracional y subjetiva es inadmisible en la persona que detenta el poder ejecutivo, obligada en razón de su cargo a mantener la más exquisita neutralidad ante las decisiones judiciales, lo que implica no expresar lo que como persona privada pueda pensar al respecto. El que el presidente de Gobierno insista, sin argumento ni prueba alguna, en la inocencia del procesado, se diga con la boca chiquita o simplemente se deje implícito, supone dar por sentado que tamaña injusticia de empapelar a un inocente, aun siendo persona tan protegida como lo ha de ser un antiguo ministro y buen amigo del presidente, revela una descorazonadora "politización de los tribunales" que roza la prevaricación. Porque ya no es la decisión de un juez de instrucción de la Audiencia Nacional que habría actuado por resentimiento y espíritu de venganza -opinión que lamentablemente ha calado en amplios sectores de la población-, sino que la sospecha razonable de que se ha delinquido ha quedado confirmada por el Tribunal Supremo, por lo que o bien habrá que extender a esta instancia las suspicacias malintencionadas que se pronunciaron contra el juez Garzón o bien tendrían que retractarse y pedir perdón los que al servicio del poder constituido, de una forma u otra, difundieron tanta maledicencia.
Sin escape posible, González ha colocado al votante ante el dilema de tener que elegir entre la hipótesis de la politización de la judicatura, que mostraría el grado de descomposición al que habría llegado el Estado de derecho, o bien asumir la opinión, que el Gobierno y su partido no dejan de transmitir de soslayo, de que habría más altas prioridades que la del Estado de derecho y que, por tanto el Ministerio del Interior y los servicios secretos hicieron bien en saltárselo a la torera cuando lo exigieron las circunstancias. Desde el poder se nos invita a aplaudir a aquellos, sectores que, por desconfiar de la eficacia de las instituciones democráticas, exaltan al político valiente, al patriota consumado que, en defensa del Estado, está dispuesto a obviar las normas más elementales del Estado de derecho.
Ambas hipótesis, la de la politización de la justicia y la de la preeminencia de la razón de Estado sobre la moral y el derecho, han tratado de cubrirse con la doctrina de la "autonomía de la política" -habría que incluir al procesado Barrionuevo en las listas, se gane o se pierda con ello votos, porque, si se cediera en .este punto, el partido perdería su autonomía-, razonamiento que el señor González ha sacado en el último comité federal del arcón de los años treinta, quiero pensar que ignorando por completo antecedentes y supuestos de tan peregrina argumentación.
La separación tajante de la política y la ética -primera autonomía que se consigue- se produce al emerger el Estado moderno -Maquiavelo- y es desde entonces una de las propuestas específicas de la burguesía, pero incluso Maquiavelo concibe al Estado apoyado en dos columnas básicas, la fuerza (el ejército) y el derecho. En el desarrollo de la teoría moderna del Estado, el papel que en el mundo griego cumplió la ética, lo desempeña ahora el derecho, hasta el punto de que Estado y derecho se constituyen como realidades tan estrechamente ligadas que se fundamentan mutuamente. La concepción burguesa del Estado insiste en su dependencia del derecho. El socialismo contemporáneo, después de deshacerse de la filosofía de la historia implícita en el marxismo, además de subrayar las limitaciones jurídicas del Estado, vuelve a reivindicar la dimensión ética de la política. únicamente el fascismo, que coloca como valor supremo el poder que se disfraza de interés o de razón de Estado, predica la autonomía absoluta de la política, tanto de la ética como del derecho.
Al subrayar la "autonomía de la política" para justificar lo injustificable, la presencia en las listas de un político procesado por delitos cometidos contra las personas y la Hacienda pública, González y sus seguidores rompen tanto con el soporte ético que define hoy al socialismo como con el Estado de derecho, basamento de las democracias
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modernas, en cuanto supone la supeditación -y en ningún caso autonomía a los dictados de la justicia- Un auto de procesamiento para el político en activo, aparte de las consecuencias meramente jurídicas, tiene otras políticas, qué han de condenarse en este ámbito, sin que en ningún caso pueda dar pie a que sea interpretado, al menos sin aducir pruebas contundentes y con la disposición a provocar una gravísima crisis, como indicio de prevaricación de una justicia politizada. Se tenga todavía presente o se haya olvidado, concebir a la política como autónoma de la ética y/o del derecho es lo que cabalmente caracteriza al fascismo.
En el artículo publicado en este mismo periódico el 24 de julio de 1987, comentaba unas declaraciones del entonces ministro del Interior, señor Barrionuevo, en los siguientes términos: "Propugna campañas de movilización social, alentadas, si no dirigidas, desde su ministerio, propone una censura concertada con los medios de comunicación sobre los temas que atañen al terrorismo y, en particular, en las formas policiales de atacarlo; descalifica la independencia judicial, criticando severamente a los jueces que disgustan a la policía; reintroduce la dialéctica amigo-enemigo, eje principal del concepto de lo político en Carl Schmitt, dialéctica que necesariamente desemboca en la tristemente célebre de las pistolas. Cada proposición por sí implica una dirección precisa: el conjunto no deja opción para malentendidos. En el editorial (de EL PAÍS) dedicado al señor Barrionuevo encontré escrito lo que no me atrevía a formular con mis propias palabras: "Nunca se ha visto una mejor definición de la ideología fascista".
El principio fascista de anteponer el interés del Estado, naciente o constituido, a cualquier valor ético o principio jurídico justifica el recurso a la violencia, es decir, el asesinato, como un medio a veces necesario para conseguir los objetivos propuestos. El recurso sistemático al asesinato ha convertido a ETA, de su pretensión originaria de constituir un movimiento revolucionario de izquierda, en uno claramente fascista: ideología, formas de lucha, estructura interna, confirman de manera cada vez más clara esta caracterización. Los que quisieron combatir a ETA empleando sus mismas armas -y la comparación se impone aunque sea infinitamente menor el número de asesinatos perpetrados- han sufrido en su ideología y comportamiento el mismo proceso de convergencia fascista. Es un fenómeno que se observa a menudo: dos combatientes encarnizados, al recurrir a los mismos métodos, terminan por parecerse. Considero igualmente grave que el abertzale, dispuesto a votar a Herri Batasuna, y la izquierda, que aún no se ha desprendido de un González que propone la "autonomía de la política", no sean conscientes de que con su voto, aunque lo hagan como mal menor, están legitimando discursos y, a la postre, comportamientos fascistas.Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.
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