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El secreto de la inmortalidad

Museo del Prado, domingo 7 de enero, a las 17.00: en una de las pequeñas salas ochavadas contiguas a la de Ariadna, donde están ya instalados los paneles para la exposición, hay una quincena de personas reunidas en torno a la caja cerrada que contiene el Inocencio X, de Velázquez. Están la subdirectora y el gerente del museo, la responsable del. gabinete técnico y la del de prensa, un par de conservadores -uno de ellos, Trinidad de Antonio, que es la comisaria de la muestra-, el restaurador responsable de la operación, el conserje mayor y la brigada del museo, los transportistas, los correos italianos, un joven representante de la familia Doria Pamphili.Hay una cierta excitación contenida, que, sin embargo, cuando la caja es abierta y se coloca el lienzo enmarcado tumbado sobre una mesa, provoca unos momentos de silencio total. No es el de la preocupación por ningún posible imprevisto en una operación rigurosamente controlada, ni tampoco -sólo- el de la emoción.

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Resulta que este papa, incluso visto, como quien dice, en la mesa de operaciones, provoca respeto, intimida. Se empieza a hablar, pero a media voz, para, luego, cuando se le cuelga vertical, en el sitio destinado a ello, otra vez caer en la muda estupefacción, la que provoca la autoridad y la belleza, de suyo verticales por naturaleza.

Les voy a contar un secreto, convirtiéndome en espontáneo portavoz de ese grupo de ejemplares trabajadores que van a dedicar un domingo, noche incluida, a que el Inocencio X luzca como merece.

Ésta obra maestra del retrato y de Velázquez también aguanta la horizontal; vista al bies, como se contempla un sarcófago, un estandarte caído o como se asoma uno a un estanque, resulta que los escrutadores ojos del taimado pontífice te siguen vigilando, las llamas rojas continúan ardiendo y expandiéndose por toda la superficie incandescente, las mil endiabladas chispas del relanpagueante pincel de Velázquez con sus negros fulgores te funden los plomos y los empastes grumosos flotan, cual icebergs, cortando con un afilado cuchillo blanco la materia ígnea y sientes entonces un escalofrío en la médula...

El secreto que les quiero contar es bien sencillo: cuando una obra resiste -¡tan viva!- la horizontal, no cabe duda de que es inmortal.

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