El futuro de la esperanza
A las ocho de la mañana de aquel 6 de agosto de 1945, Ikuo Hirayama y sus compañeros de clase escucharon ronquidos de motores en el cielo nublado de Hiroshima. Corrieron a las ventanas y alcanzaron a ver al bombardero norteamericano Enola Gay, escoltado por dos cazas, cuando soltaba su carga mortífera sobre la ciudad erigida en el estuario del serpentino río Ota. La bomba estalló a 580 metros de altura, sobre un puente fluvial que une las dos mitades del casco urbano.Cinco segundos después, Hiroshima había desaparecido carbonizada por una bola de fuego que destruyó todas sus casas y edificios (menos uno) y mató en el acto entre 150.000 y 200.000 personas e hirió y contaminó a otras decenas de miles, que morirían en los días o semanas siguientes o sobrevivirían a costa de padecimientos indecibles. Uno de estos últimos fue Ikuo, quien, apenas pudo recuperarse del aturdimiento en que lo sumió la explosión, corrió a refugiarse a una montaña cercana. Desde allí vio la extraordinaria nube -el hongo nuclear- que tardaría horas en disiparse, y que, dice, "tenía todos los colores del arco iris". En ese momento decidió que, si si curaba de las llagas, que lo cubrían de pies a cabeza, sería pintor.
Se curó, cumplió su promesa y, además de un artista distinguido, se ha hecho famoso en Japón por sus investigaciones sobre el budismo y la ruta de la seda. Es rector de la Universidad de Bellas Artes y Música de Tokio, y uno de los participantes en el simposio El futuro de la esperanza, organizado por la Fundación Elie Wiesel y el diario Asahi Shimbun, con motivo del quincuagésimo aniversario del estallido de la primera bomba atómica, que me ha traído a Hiroshima. Nadie identificaría al elegante y culto rector, que ofrece sin testimonio sin la menor truculencia, en actitud hierática y voz helada, con el desecho humano en que debió quedar convertido aquella luctuosa mañana. Pero también cuesta trabajo asociar esta elegantísima ciudad de pulcras aceras, rascacielos resplandeciente y miriadas de yates de recreo, además de dos museos de arte moderno donde proliferan Monet, Renoir, Picasso, Matisse, Van Gogh, Gauguin y otros maestros, con el arrasado yermo de escombros y cadáveres de la inmensa fotografía, tomada al día siguiente de la explosión, que se exhibe en el Museo Conmemorativo, levantado en tomo a la única construcción que quedó en pie (aunque en ruinas). Es un museo cuya sobriedad, como el testimonio de Ikuo Hirayama, aumenta el vertiginoso horror del visitante.
Una sensación parecida me domina cuando escucho a John Silber, de la Universidad de Boston, explicar por qué aquella bomba no sólo fue "justificable, sino indispensable". Sus argumentos son sólidos, desde luego, y ya los había expuesto con lujo de detalles Raymond Aron. Pese a estar técnicamente derrotado, el Ejército japonés siguió batiéndose a lo largo del primer semestre de 1945 con fiereza suicida. Cada isla o posición tomada costaba a las fuerzas estadounidenses un alto número de víctimas y todo parecía confirmar que el llamamiento del emperador y la jefatura militar "a que cien millones de japoneses cayeran con honor y sin rendirse" sería largamente obedecido, lo que, según los estrategas, podría significar que la invasión del país por los aliados tendría un saldo de, cuando menos, un millón de muertos. La bomba ahorró, pues, a aliados y nipones un considerable número de vidas humanas.
Sin duda, es cierto. También lo es que dio la señal de partida a una pavorosa competencia que ha erizado el planeta de misiles y bombas atómicas que sobrarían para hacer desaparecer a toda la humanidad y que el fin de la guerra fría y de la bipolaridad ideológica no ha podido frenar, según atestiguan las recientes pruebas nucleares de China Popular y de Francia. (Mientras los asistentes franceses a la conferencia como el historiador Jacques Le Goff, el premio Nobel de Bilogía Jean-Marie Lehn y el ex ministro Jack Lang condenaban estos experimentos, el de China Popular, rector de la Universidad de Beljing, Wu Shuqing, escrutaba, hechizado, el techo de la sala). La situación se ha agravado con la desaparición de la Unión Soviética, pues su arsenal nuclear ha quedado diseminado en repúblicas en estado de semianarquía o en manos de burocracias militares sobre las que el poder político tiene poco control. Según David A. Key -que presidió la comisión enviada a Irak por la Agencia Internacional de Energía Atómica para verificar si Sadam Husein cumplía con poner fin a la fabricación de un arma nuclear-, el riesgo de accidentes, a la manera del de Chernobyl, y de que regímenes del Tercer Mundo lleguen a disponer de la bomba ha aumentado hasta extremos escalofriantes.
En un mundo de estas características, ¿hay todavía sitio para la esperanza? Hace seis años parecía que sí. Se había desintegrado el imperio que constituía la peor amenaza para la cultura de la libertad, cuyos pilares son los derechos humanos y el derecho de los pueblos a vivir en paz. Una brisa optimista recorrió el planeta con la ilusión de que, al igual que el muro de Berlín, se eclipsarían integrismos religiosos y fanatismos políticos, caerían los regímenes despóticos de los cinco continentes y los reemplazarían gobiernos respetuosos de la ley, y de que este astro minúsculo perdido en el espacio interestelar rompería con la inveterada costumbre de sus pobladores humanos (los animales han mostrado mayor instinto de supervivencia) de hacer todo lo necesario para desaparecerlo y desaparecer con él en la hecatombe. El sueño de una humanidad reconciliada y pacífica, rivalizando civilizadamente en la creación y el intercambio de ideas, costumbres, creencias y bienes parecía al alcance de nuestras manos.
Hoy nadie se atrevería a pronosticar semejante evolución de la historia. El pesimismo ha renacido con fuerza, atizado por tragedias como la de la ex Yugoslavia, donde han sucumbido decenas de miles de personas víctimas de demonios que se creían derrotados -el nacionalismo, la xenofobia, el racismo, la intolerancia religiosa-, genocidios como el de Ruanda, la reanudación de las pruebas nucleares y el retomo al poder, en Europa central, de los antiguos lobos disfrazados de corderos. Una variante particularmente siniestra de la historia universal de la infamia política es la de países que, como China y Vietnam en Asia y Cuba en América, merecen la benevolencia internacional porque abren sus economías a la inversión extranjera y adoptan políticas de mercado, a pesar de que mantienen una dictadura rígida, la censura, la persecución del disidente y las cárceles repletas de presos políticos. También es verdad que, en las viejas y nuevas democracias, la libertad no es suficiente para impedir otras formas de violencia, como la corrupción del poder y los consiguientes escándalos que desmoralizan a sus ciudadanos y los llevan a perder la fe en la cultura democrática.
Es cierto, hay muchas razones para desalentamos. Pero seríamos insensatos si nos sintiéramos derrotados. Pues, junto con aquellos argumentos a favor del pesimismo, hay otros que los refutan y justifican, si no el optimismo, una cautelosa esperanza. ¿No es admirable la evolución de Africa del Sur del apartheid a la sociedad libre, multirracial y multicultural que es hoy? ¿No es alentador que, pese a los crímenes de los fanáticos de ambos bandos, israelíes y palestinos estén imponiendo la paz y la coexistencia en Oriente Próximo? ¿No levanta él espíritu comprobar que, por imperfectos que sean, gobiernos democráticos han reemplazado en la mayor parte de América Latina a las dictaduras de antaño?
La historia no está escrita y, por tanto, lo sensato es no ser optimistas ni pesimistas, sino lúcidos y realistas. Todo puede pasar, para bien y para mal, y no depende de leyes fatídicas, sino de la voluntad y la acción humana (además de una cuota incuantificable de azar), es decir, de lo que hagamos o dejemos de hacer. La esperanza no es un maná que baja del cielo; es una apuesta y una convicción, algo que hombres y mujeres construyen a base de esfuerzo e ilusión amasando idealismo con pragmatismo. Hiroshima es un buen lugar para saberlo. Hace cincuenta años, este lugar, que es ahora un dechado de progreso y prosperidad, padeció un cataclismo sin precedentes en la tradición de la violencia desatada por el hombre contra el hombre. La vida pareció extinguirse. Y, sin embargo, renació, derrotó a la muerte, y lo que fue un monumento a la locura lo es ahora a la voluntad de salvarse de la especie. Como el Holocausto judío, Hiroshima ha cambiado de signo y ha pasado a simbolizar el espíritu de resistencia del ser humano, capaz de enfrentarse a la adversidad y vencerla.
Me tocó contestar a la tremebunda pregunta "¿qué contribuión puede prestar la cultura a mantener viva la esperanza de paz en el mundo?". Sería ingenuo hacerse demasiadas ilusiones. Una de las enseñanzas de lo ocurrido en el siglo XX, con el desarrollo de las ideologías totalitarias -el marxismo y el fascismo-, fue comprobar, en paabras de George Steiner, "que las humanidades no humanizan". En efecto, abundan los ejemplos de talento artístico y solvencia intelectual acompañados de pertinaz ceguera política e incluso de colaboración desembozada con el terror y la opresión. Sin ir demasiado lejos, acabamos de ver en Bosnia que muchas matanzas y operaciones de limpieza étnica se llevaban a cabo bajo las órdenes de un poeta distinguido y prestigioso psiquiatra, el doctor Karadzic. Y los degollamientos y crímenes que ensangrientan el mundo islámico ¿no son patrocinados por hombres sabios, versados en las escrituras sagradas, en la ciencia de Dios?
Si confiamos sólo en lo que tradicionalmente (y con injusticia) se suele llamar la cultura -las letras, las artes y las ciencias- es posible que el apocalipsis esté esperándonos a la vuelta del siglo XXI. En verdad, si la paz mundial ha de prevalecer sobre la guerra, ello dependerá sobre todo de los gobiernos de las grandes potencias, que, hoy, son todos democráticos, es decir, sujetos a fiscalización y control por una opinión pública conformada en su gran mayoría por esas gentes sencillas y sufridas que Montaigne llamaba "del común". La cultura de la libertad, que es esencialmente política, ha desarrollado en ellas un espíritu pragmático y tolerante, de adaptación a los cambios, y una voluntad de supervivencia que, a mí juicio, representa una garantía mayor para el futuro de la humanidad que la riqueza de conocimientos de las élites culturales o la integridad y visión de intelectuales y artistas. Y la mejor prueba de ello es esa formidable estadística que recordó en Hiroshima Per Ahlmark: que desde 1850 no ha habido una sola guerra entre sociedades democráticas. Todas han enfrentado siempre a dictaduras contra democracias o a dictaduras entre sí. Es decir, a sociedades cerradas, donde los hombres y las mujeres "del común" no influyen sobre el poder y son sus pasivos instrumentos. El verdadero peligro reside, pues, en aquellos gobiernos que se han impermeabilizado contra la opinión de sus ciudadanos y que pueden hacer lo que les plazca, incluidas las guerras de conquista o de religión. Algunos de ésos regímenes pueden llegar a tener pronto armas nucleares, un poder mortífero que pone en peligro a toda la humanidad. No hay otra manera de conjurar ese peligro que una acción concertada de los países libres -los más prósperos y los más fuertes- a fin de que aquéllos transiten hacia la democracia, algo que es perfectamente posible, y que ha ocurrido, con éxito, en las últimas décadas, en España, Chile, Nicaragua, África del Sur, la República Checa, Polonia, El Salvador, Haití y un buen número más de países con escasa o nula tradición democrática. La lucha por la paz es, antes que una movilización por el desarme nuclear, una lucha contra las dictaduras de cualquier signo, a favor de sociedades donde impere la ley y los seres anónimos puedan imponer a sus gobiernos su deseo de no ser estúpidamente sacrificados en un holocausto bélico.
Copyright
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.