De espíritus temerosos
En la iglesia compostelana de Santo Domingo de Bonaval, pura fragancia helada, Christian Boltanski lo ha llenado todo y ese todo acrecienta el vacío de acordes tenebrosos sin sonido, luces que no terminan de alumbrar, sombras movedizas, ropas yacentes y retratos (nichos, mochuelos) de muertos al final encariñados con el hecho de haber ido a parar a un sitio donde el temblor de Rosalía le asigna al corazón este consejo: "N'olvides / ós que pora sempre dormen". Poco o nada sabrá Boltanski de Rosalía de Casto y menos todavía que este año se cumple el centenario del traslado del cuerpo de la escritora desde el cementerio de Adina a esta iglesia. Pero la casualidad ha desplazado su propósito artístico hasta la orilla íntima del lugar sagrado, convirtiendo esta instalación, Advento, en un asombroso y emotivo homenaje a la autora de Cantares gallegos. Y allí, idea parpadeante de un cementerio suizo recorrido por el ángel de la alianza, resuena, como por milagro, la auténtica voz de Rosalía: "Ora todo silencioso / causa alí medo e pavura, / mora esprito temeroso / nos salóns onde o reposo / fixo un niño ca tristura".El temeroso aliento que Christian Boltanski expone se transforma en seguida en cordialidad. Tal vez porque su idea de la muerte, vitalmente obsesiva, acaba por fundirse con cierta coña marinera, algo más que ironía: malicia corporal de aquel relato en verso en el que Rosalía nos presentaba a un tal Vidal, babeante, soñando con zamparse "un porco repoludo". Apetito e incluso gula: temor de no probar, hasta el desmayo. Humor en el adiós desde la última ventana, pudor en la desolación postrera. Frágiles monumentos del acordarse a destiempo. Mezcolanza compostelana de gravedad y sorna, desarraigo y acompañamiento, gozo y melancolía.
Boltanski se coñeaba la otra tarde de esos lugares, tipo Suiza, en los que la llegada de la muerte resulta incomprensible: nada, en su estar y hacer de por vida, parece anunciar un fin. Por el contrario, la naturalidad continua del morir, la subrayaba en su propia condición (es judío, luego conoce desde el principio, ''lo más probable") o en la del español, tan dado a urdir cruzadas fratricidas. Pero veía en Galicia ese punto intermedio que anida en la poesía: una necesidad imperiosa de acordarse de todo aquello que ni siquiera sabemos si es.
Por no saber, yo mismo no sabía que iba a acordarme allí, en la iglesia de Santo Dominso de Bonaval, de dos poetas amigos que acaban de morir:Javier Lentini y Ángel Crespo. Del primero, que compuso cantares de muerte y añoranza, volvieron a brotar estas palabras: "Te extinguirás y casi en ese instante / pujará tu figura inviolable / el cierre de tus ojos te hará grato / ante todos los párpados floridos / y tus necias sentencias se harán piedra / en un equino vientre legendario". Lo reveo en Santiago. Sonrisueño, grandullón, generoso, Lentini se identificaba con aquel breve autorretrato de Michel Leiris en el que distinguimos a un estoico que reconoce que su único coraje es permanecer a la incredulidad. Entre exploración y viajes, supo quemar "ese antiguo segundo / inventado quizás / por quienes creen / en la transformación de la materia".
También ÁngeI Crespo, cantor y traductor, supo muy pronto (Suma y sigue) que es hermoso no temer a la muerte: "El otoño / no dice misa: sigue andando". De ahí que no me haya sorprendido del todo ver, de pronto, correr a una lagartija por un rincón de la iglesia compostelana de Santo Domingo de Bonaval. Obediente al signo, recordé de Crespo el cantar: ""Me enseñabas lagartos / y les llamabas ángeles. Yo decía que sí / para que no llorases. // Estábamos tan solos / que no había ni aire. / nada más que lagartos / para que me mostrases / su lengua pequeñita.// Yo, sólo por besarte, / poníales los dedos / en sus pequeñas fauces".
Sombras temerosas de Christian Boltanski para Rosalía de Castro, Javier Lentini y Ángel Crespo.
(Para Cela, ¡que coños! el valor reluciente de la tuna compostelana).
Babelia
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