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12 ordeñadores y un ordenador

JUAN CRUZ

Juan Cruz

Los vecinos de Manuel Rivas en una aldea rural y remota del pueblo coruñés de Vimianzo definieron la naturaleza del lugar en el que habitan desde que comprobaron que el muchacho que acababa de vivir allí con su familia era un escritor. Estos vecinos fueron en peregrinación hasta la casa casi medieval en la que vive la familia del reciente premio Torrente de Narrativa, recorrieron con detenimiento el sitio de trabajo de Manuel Rivas y uno de ellos sentenció al despedirse:-Ahora lo que hay en Vimianzo son 12 ordeñadores y un ordenador.

No es el único que vive rodeado de vacas, pero si, uno se atiene a lo que publican los periódicos parece que- en este país sólo hay artistas urbanos que, además, o son de Madrid o son de Barcelona. Rivas, por seguir con el autor de Un millón de vacas, es un roquero del campo, un cibernético de la humedad galaica, y ha elegido, para vivir siempre, ese sitio al que todas las mañanas llega un mirlo a imitarle los golpes secos e implacables de su ordenador. Los ordeñadores ya saben de qué se trata: un lunático que saca de su mente extrañas historias que no le importan a nadie mientras ellos sí que sacan de las ubres de las vacas la leche más concreta de Galicia.

Es la reivindicación de la vaca como vecindad benéfica de la escritura. Salvador de Madariaga utilizó el símbolo de la vaca para contrastar la naturaleza vertical de los hombres: las vacas eran lo horizontal, esa parte del paisaje que se mueve indolente a la espera de que caigan la tarde, el sueño y ese hastío ancestral que cubre de agua tibia los ojos melancólicos de los cuadrúpedos pacíficos.

En un paisaje así ha escrito gran parte de su obra el vasco Bernardo Atxaga, autor por cierto de la espléndida Historia de una vaca, en la que recibe voz ese ser paciente que parece venir de ver trotar un toro, extrañado de la prisa que hay alrededor para conseguir no se sabe qué meta en la historia: la vaca como símbolo también de la paciencia de vivir. Ahora Atxaga se ha cambiado de aldea, además, y vive en una de Álava en la que no hay más de cinco vecinos que ya le conocen por su nombre -por su seudónimo: Atxaga no se llama así, pero así se quedará en el siglo- y ven cómo el cartero no titubea cuando reparte y cumple con esa vieja ambición de los artistas de recibir cartas en cuya dirección apenas está el nombre: Atxaga, Euskadi; Cela, España; Delibes, Valladolid; Marsé, Barcelona. Atxaga ha vivido también en una aldea de Cáceres, a kilómetros de una cabina telefónica, para desesperación de los captadores de conferenciantes.

Es otra atmósfera que acaso se traslada a la propia actitud de los artistas. José Hernández, el pintor de Tánger, se va a Almería cuando Madrid se convierte en un atasco de Atocha, y allí dibuja la atmósfera fantasmal que nace de los sueños truncados de la capital del ruido, de la vanidad y de la miseria. Para decir adiós más puramente, Julio Caro Baroja y José Bergamín se fueron de todo esto y pasaron, entre la memoria y el olvido, sus últimos años rodeados del paisaje verde e indiferente del infinito país que eligieron para morir. Con su escopeta pacífica, Miguel Delibes decidió que el mundo era Sedano, y el gran olvidado Celso Emilio Ferreiro dejó dicho que el mundo se llamaba Celanova. Joan Fuster vivió en Sueca, cerca de Valencia, rodeado de papeles que nadie entendía, y recibiendo de vez en cuando la presencia silenciosa de Manuel Vicent o de Raimon para hablar de lo que nunca pudo ser.

Y en Asturias el más cibernético de todos, Juan Cueto, vigila desde la proximidad de sus parabólicas las 15 vacas que sus vecinos dejan sueltas para asegurarse la leche más libre y moderna de la vecindad de Gijón. En el caso de Cueto, un vecino fue una vez a comprobar sus aparejos de escritor visionario y salió de esta casa cibernética con estas palabras:

-Aquí viene una vaca y se asusta.

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