EI mago de la falsificación
Hace 65 años, en 1929, llegaron a Madrid los primeros equipos de rayos X. Aquello fue una buena noticia para la medicina y un fastidio -por decirlo de una manera suave- para los niños del asilo de La Paloma, un hospicio para hijos de familias que carecían de recursos económicos y cuyo edificio todavía se conserva hoy junto a la Dehesa de la Villa.Las autoridades sanitarias, poco duchas en el manejo de las nuevas tecnologías, decidieron utilizar a 200 de aquellos chavales como conejillos de Indias, con la improvisada excusa de acabar con una epidemia de tiña. La sobredosis de radiación les provocó una alopecia crónica de la que nunca se recuperaron totalmente.
Uno de los afectados fue Domingo Malagón, un madrileño nacido en 1916 en el barrio de Chamberí e hijo de una lavandera que se había quedado viuda. A sus 79 años, no ha olvidado el tremendo complejo que acarreó a causa de su calvicie durante la adolescencia. Tenía 13 años y desde entonces no se ha quitado la boina.
"Nuestro aspecto era desastroso", recuerda. "Teníamos mechones de pelo debilitados y rodeados por numerosas calvas. Nadie quería contratar a los chicos que tenían edad de trabajar". El asunto fue tan grave que se llegó a crear la Asociación de Calvos del Asilo de La Paloma. Como toda indemnización, el Ayuntamiento de la capital, regido por el alcalde José Manuel de Aristazábal, se comprometió a emplear a los afectados en los talleres municipales.
Pero si los rayos acabaron con el cuero cabelludo de Malagón, sus prodigiosas manos quedaron, por fortuna, intactas. De haber conocido su habilidad, los servicios de espionaje de la CIÁ o el KGB le habrían fichado de inmediato. Y si esto hubiera sucedido, él no viviría seguramente en un modesto piso del municipio madrileño de Parla, junto a la estación del ferrocarril.
Clandestinidad
Pero este veterano comunista, que perteneció durante años al Comité Central del PCE, trabajó sin cobrar un duro, durante siete lustros, al servicio del partido. Su "diabólica o angelical actividad" -como la definió el escritor y ex ministro Jorge Semprún- consistió en falsificar todo tipo de documentos de identidad, pasaportes y salvoconductos para los dirigentes y colaboradores comunistas tras la guerra civil española.
Durante todo ese tiempo permaneció en la clandestinidad más absoluta en el seno del partido. Tan sólo Santiago Carrillo y dos dirigentes más conocían su identidad.
Desgraciadamente para Franco y para alivio de Dolores Ibárruri, Carrillo, Enrique Múgica, el ex concejal Alfredo Tejero, Cristina Almeida, Pilar Bravo o el periodista Javier Pradera -por mencionar algunos de sus clientes-, la prodigiosa maestría de este artesano de la falsificación le permitió, con materiales muy rudimentarios, reproducir a la perfección los documentos oficiales.
Desde 1941, año en que se estrenó como falsificador en la localidad francesa de Perpiñán, hasta que se legalizó el PCE en 1977, jamás cometió el más mínimo fallo: ninguna de las personas que utilizó sus papeles falsos fue descubierta por la policía.
Fue en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en la calle de Alcalá, donde adquirió su formación como pintor entre los años 1932 y 1936. Gracias al empeño de José Urea, un libre pensador con tendencias anarquistas, escenógrafo y maestro del asilo de La Paloma, el joven pudo acceder, a pesar de los impedimentos de la dirección, a una de las escuelas más prestigiosas y caras de la época, un lujo que, dada su condición social, jamás hubiera podido permitirse de otra forma. El enfrentamiento civil le impidió terminar sus estudios cuando apenas le quedaba un ano para obtener el título.
En el verano del 36, cuando la guerra era un hecho, los alumnos de La Paloma, con Malagón a la cabeza, se dirigieron a la calle de Francos Rodríguez, donde estaba la sede del Quinto Regimiento.
"íbamos vestidos con el mono de trabajo y alpargatas", recuerda "Parecíamos auténticos milicianos. Nos bautizaron como los palomos y pasamos a formar parte de la Octava Compañía de Acero. Nos mandaron al frente de Guadarrama para retener a los nacionales que venían del norte".
El espontáneo militar sólo tenía 19 años y era el mayor de la sección. En la sierra de Madrid disparó el primer tiro de su vida después de esperar a que hubiera un fusil libre.
También luchó en las trincheras de Aravaca, Usera y Villaviciosa de Odón, donde fue gravemente herido en la espalda. En 1939 cruzó los Pirineos, derrotado, tras abandonar las armas y los vehículos de combate.
Sin domicilio fijo
En Perpiñán, donde residió en sus largos años de exilio, renunció a su vocación de pintor y se convirtió, en palabras de Carrillo, en "el único miembro insustituible del partido". Sin él estaban perdidos.
Por razones de seguridad, en las casi cuatro décadas que vivió en este pueblo francés nunca tuvo ni taller ni domicilio fijo. Ni siquiera pudo convivir con bu compañera, Escolástica Jiménez, una enfermera también exiliada con la que tuvo un hijo (ella tenía otros dos de un matrimonio anterior). Escolástica fue la encargada de mantener económicamente a la familia para que Domingo pudiera dedicar todo su tiempo a la esencial tarea de la falsificación.
No se siente arrepentido y afirma sin amargura haber "sacrificado gustosamente" su carrera y la parte más importante de su vida: "La lucha por la libertad ha compensado toda mi renuncia. Mereció la pena. Si no hubiéramos luchado, difícilmente tendríamos ahora democracia. Porque aunque muchos sitúan la transición después de la muerte de Franco, la preparación a esa transición pacífica la hicimos los represaliados del régimen, que desde los años cincuenta ya habíamos pedido públicamente la reconciliación nacional".
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