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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Nosotros, los americanos

Dorothy Parker (née Rothschild, 1893-1967) y Cole Porter (1892-1964) fueron dos de los magníficos creadores de una época americana de esplendor y alta comedia (la de la vida misma la cara), que desembocó en las libertades nuevas y las esperanzas (frustradas) de Roosevelt (presidente de 1933 a 1945). Ricos, bohemios, inspirados, ligeros, crearon un arte superficial en Estados Unidos que ha trascendido: sobre todo, a la comedia americana, y a personajes como Ginger y Fred, o como Myrna y William, y Katherine y Cary y Gary.Todos los conocemos: unos lo vivimos, otros lo reconocen a diario en televisión, donde se acumula con esplendor y algo de decadencia el gran cine de la época. Siendo de esta manera tan americanos como somos -no lo siento; es una educación burlona y artística-, apenas nos cuesta trabajo reconocer palabras de Dorothy Parker (La señora Parker: la hemos visto estos días reconstruida en el cine por la actriz Jennifer Joan Leight y sus frívolos amigos del hotel Algonquin), que escribía ligerezas y costumbrismo en New Yorker. Y las melodías de Porter: se han interpretado de todas las maneras posibles en este mundo: el jazz, los grandes tenores, las divas; hasta como él mismo las escribió.

Te odio, amor mío

De Joan Lluís Bozzo, Anna Rosa, Cisquella y Miguel Periet, sobre relatos de Dorothy Parker. Canciones de ColePorter, con traducción de letras de Joan Lluís Bozzo y Guillermo Ramos. Arreglos musicales de Joan Vives. Intérpretes: Carmen Cuesta, Nina, Victoria Pagés, Montse Pérez, Mont Plans, Carlos Gramaje, Óscar Mas, Pep Antón Muñoz. Orquesta: Xavier Navarro, Eva Cabrera, Daniel James Posen, Enric Mestre, Lloreng Ametller, Alfons Carrascosa. Escenografía y vestuario: Isidre Prunés-Montse Amenós. Coreografía: Ramón Oller. Dirección: Joan Lluís Bozzo. Teatro Nuevo Apolo. Madrid, 23 de noviembre.

Tan americano soy que no me gusta nada esta manera de cantarlas tan a la española -vertiente catalana-, por buenas voces incluso, que gritan más de lo necesario por el micrófono (todo está amplificado: hacer esfuerzos no es de este ni de aquel país. Qué trabajo) y ululan. Y el delicado tejido de la sociedad de niños y niñas tontos, jovencitos, bebedores, enamoradizos, pasa a este especie de ring matrimonial de la España actual: de pesos pesados. La finura se pierde, queda la gracia gruesa.

Gustos

Que a mí no me guste tiene poca importancia. No me gusta dentro de la calidad tradicional de Dagoll-Dagom, aunque haya ido resbalándole suavemente su propio estilo desde sus primeras grandes creaciones con los cuentos de Pere Calders (mucho mejores que los de Dorothy Parker) o desde Glup; no me gusta dentro de que no se desafina, de que la palabra se entiende, y los chistecillos; y el "espacio sonoro", que se dice ahora, está logrado.Menos importancia tiene que a mí no me guste si a una enorme mayoría de espectadores les gusta: es lo que pareció ocurrir en el estreno, repleto y caluroso. Si me produce una alegría cuando el teatro se va degradando, me produce otra mayor que suceda lo mismo con la sociedad estrenista madrileña, que degenera más; y así, cuando se unen las dos, encuentran satisfacción mutua.

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