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Tribuna
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El flaco

En la fábrica de espectáculos alegres para consumo de soldados americanos metidos en el fregado de la guerra mundial, vestido con el terno de marinero raso de Levando anclas y Un día en Nueva York, mezclando militarismo dulce y comedia musical de gran estilo, Francesco, Frank o Frankie Sinatra -trasplantado de la noche al día desde la histeria que por entonces creaba su simple presencia en las adolescentes que hacían colas de días en los auditorios de Nueva York donde cantaba- era un tipo tan flaco que tenía alambres en vez de huesos. Que bailaba claqué con tal torpeza que parecía, sin serlo, un pies planos y que como actor no era malo, sino espantoso.Cuentan -este boss octogenario tiene mitólogos a sueldo- que si Frankie es un sujeto de los que zurran al que se le cruzan -pregúntese al insoportable ciudadano y genial actor George C. Scott, quien le metió para toda la vida miedo, al cuerpo la noche que intentó colarse en la cama de Ava Gardner, le dieron el soplo a Frankie y éste salió a por él con el bulto puesto en el sobaco y tres metralleros de Lucky Luciano en funciones de niñera-, a él también le han zurrado, y no poco.

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Comenzó la paliza el instante en que nació, cuando el fórceps del matasanos que lo arrancó de su madre le afeitó de cuajo medio cuello. Y el flaco no paró de recibir tortazos, hasta que descubrió que alguien más musculoso que él tenía que impedirlo y las niñeras de la cosa nostra comenzaron a cubrirle las espaldas con cargadores de balas emponzoñadas con ajo italiano. Como cuando, visto que era un pésimo actor, le dieron puerta en Hollywood y no quiso franquearla, empeñado en demostrar que sus pésimas actuaciones eran casuales y tras sus cicatrices aguardaba su hora un actor de raza. Si era capaz de interpretar una canción y estremecer, ¿por qué no iba a serlo de pasmar a una cámara?

El gordo

No se equivocó. Engordó para hacer el formidable Angelo Maggio de De aquí a la eternidad y poder llevarle al padrino una estatua del tío Óscar. Y siguió engordando para encarnar el protagonista, con Dean Martin y Shirley MacLaine en vena de histriones gloriosos, de Como un torrente, maravillosa exageración de Vincente Minnelli.Y el compañero soso de los musicales de Gene Kelly se convirtió en un actor de especie dura y única, que dio su medida en algunas películas de los años cincuenta y, sobre todo, las producidas en la siguiente década por él y a su manera, como El detective, uno de los mejores thrillers de la época, dirigido por el inmenso y humilde Gordon Douglas. A partir de esta cumbre ya no dio Frankie mucho, más de sí en la pantalla. El hondo actor canalla se refugió en su feudo inexpugnable, la canción, que sigue interpretando como nadie ha hecho nunca, aunque el flaco ahora esté convertido en bola por los protectores hepáticos que -entran también los mitólogos en el ocaso de este rey de tugurios y de armonías- consume, entre bourbon y bourbon, con pala.

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