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Tribuna
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El fantasma de la Opera

Eric Rohíner, ciudadano incapaz, de matar una mosca, abrió hace poco una de esas trastiendas jacobinas que esconde la gente apacible y, comentando el desastre: de algunas zonas del París posmodernizado, dijo: "Soy contrario a la pena de muerte, salvo para los arquitectos".La mala uva madrileña no pasa por alto la sorna del cineasta. Basta con que echen un vistazo a las fechorías que los arquitectos -y en mayor grado: los políticos que les pagan con dinero ajeno para levantarlas- han hecho con esta infortunada ciudad, para que afloren compulsivamente ganas de revancha contra alguien.

Lo que desde hace casi siglo y medio arrastra el teatro Real -y el añadido del desastre urbanístico que se perpetra en sus alrededores- es una miseria que forma parte del paisaje cotidiano de los madrileños, entre los que hay quienes pensamos que más vale dejarlo en ruina eterna que convertirlo en evidencia de que algo irremediablemente gafe ronda dentro de él, pues lo ocurrido tiene pinta de obra de Lon Chaney o de uno de sus sucesores en el cargo de Fantasma de la ópera, lúgubre melómano funcionario encargado de derrumbes de arañas.

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