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Los puentes de Clint Eastwood

A la vuelta de tantas películas de tipos duros y policías agresivos, Clint Eastwood se ha convertido en uno de los máximos directores de nuestro tiempo. Sin perdón fue la primera señal deslumbrante del nacimiento de una nueva figura de la dirección cinematográfica. Un género que parecía acabado, el western, renacía en sus manos, insospechadamente sabias, que proyectaban sobre los parámetros del far West los fantasmas de la sangre y la venganza que hicieron grande a William Shakespeare. Vino después Un mundo perfecto, una mirada n-misericordiosa y justiciera sobre las criaturas maltratadas por la vida, que arriban a este mundo imperfecto -el del maltrecho sueño de América, y ya somos América- con las cartas marcadas, convictos y confesos de antemano. Y ahora, casi sin dejarnos respiro en la creación de obras maestras, ha llegado a nuestros cines Los puentes de Madison. Una arrasadora historia de amor que pone en la picota a la santa y civil institución del matrimonio, el "terrible 'petrefacto', aún incrustado en nuestra civilización" del que habló Ortega en memorable carta desde el destierro (5 de mayo de 1944) al, hay que imaginar, incrédulo doctor Marañón.Nadie que vea la película podrá olvidar nunca la escena en la que Robert, el fotógrafo sesentón de la National Geographic, a quien incorpora el propio Eastwood, hace señales desde su camioneta, parada junto al semáforo, a Francesca, la dulce y atractiva casada cuarentona, que encarna Meryl Streep, y que está detrás, en otra camioneta, junto a su simple y bondadoso marido, invitándola a que salga del coche y se vaya al otro y abandone tanta gratuita y monótona bondad matrimonial. La cámara se demora en la mano de Meryl Streep agarrada al picaporte, que aprieta pero no es capaz de abrir, mientras fuera cae la lluvia, espesa y agobiante. Un gesto imposible pero salvador: a un lado, la realidad torpe, el marido bobo y bueno que no entiende nada; al otro, el deseo la felicidad querida, el delirio del amor absoluto, océano de aguas poderosas y peligrosas en las que sólo se sumergen algunos héroes, porque sólo ellos se niegan a admitir los cenagosos sucedáneos del amor.

Pasarán los años y recordaremos a Humphrey Bogart en Casablanca bajo la lluvia a punto de tomar el tren que se 10 llevaba de París y esperando inútilmente, la llegada de Ingrid Bergman. La escena de las camionetas bajo la lluvia vulgar y tediosa de Iowa no es una escena para las lágrimas en el patio de butacas, aunque Streep-Francesca llore: es una escena para proyectar luego sobre nuestro alrededor, para escuchar el crecido y oculto río de sollozos por tantos picaportes que la cobardía no quiso abrir que suena y fluye a nuestro lado.

Los puentes de Madison son los puentes de la felicidad y de la moral convencional destruida. A uno de ellos iban los amantes dichosos; desde él los hijos de Francesca arrojan, años después, sus cenizas a la tierra y al aire, las cenizas de la que fue amada unos días como nunca lo había sido, como nunca volvió a serlo, pero que no abrió, no supo abrir, la portezuela de la camioneta, fraudulenta cárcel de desdicha. Por eso los puentes de Madison son también los puentes de la infelicidad, de la cobardía, del triunfo al fin del, terrible petrefacto. Eastwood, como gran artista, no saca conclusiones. Sus imágenes potentes y precisas marcan situaciones, revelan estados de ánimo, traducen actitudes que pautan esta historia, magnífica, valiente, turbadora, narrada hasta el prodigio, donde Streep es una diosa definitiva, a la que su genialidad y la del director convierten en una espléndida italiana sensitiva, tercamente obstinada en la nostalgia del amor verdadero.

Ortega habría aplaudido Los puentes de Madison, bello ácido de imágenes para su execrado petrefacto. Yo me sumo a esos aplausos que el maestro no pudo dar y recomiendo su visión, aunque sólo sea por higiene. Higiene, del alma y de los ojos limpios por tanta belleza acumulada. Y la belIeza, es siempre verdad, como dijo alguien muy sabio.

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