El canario
Cuando la reunión de trabajo se alargó más de lo debido, cerré lo ojos un momento, para descansar, e imaginé que mi paladar se transformaba en una ojiva semejante a la nave de una catedral. A continuación, eliminé las muelas de la encía superior, de manera que sus hueco se convirtieron en las capillas laterales de aquella arquitectura. La lengua, reseca por culpa del tabaco, resultó ser un excelente suelo. Ancianas del tamaño de una oruga oraban en los bancos o ponían velas a sus santos preferidos. En esto, salió de la sacristía un cortejo con muchos monaguillos vestidos de rojo Se disponía a oficiar un obispo.Entonces, el de al lado encendió un cigarrillo, y al taparme la boca con la mano para toser noté que algo entraba en ella. Miré con disimulo y vi que la tenía llena de ancianas diminutas, con las faldas revueltas. Las escondí desconcertado en e bolsillo de la chaqueta y volví a llevar la mano a la boca para controlar el segundo estornudo. Esta vez salieron los monaguillos, el obispo y unos turistas japoneses. Los reuní con las ancianas, y mientras fingía prestar atención a una propuesta los acaricié con los dedos. El bolsillo parecía un hervidero de insecto que intentaban trepar por mi mano Cuando llegué a casa, me acerqué a la jaula del canario y se los di a comer. El animal los devoró con una parsimonia un poco inquietante.
Al día siguiente, presa del remordimiento, fui a confesarme. Estaba arrodillado cuando un huracán me hizo salir por los aires en compañía del cura y otros feligreses. Fui a parar con una pierna rota al interior de una gran mano de cuero y después al fondo de un saco, desde el que se escucha ya el aleteo siniestro de un gran pájaro. Escribo estas líneas en mi agenda, apresuradamente, antes de ser devorado, por si cayeran en manos de alguien capaz de explicar qué diablos pasa.
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