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Morir de risa

Antonio Muñoz Molina

Más que las imágenes de los funerales de Isaac Rabin lo que impresionaba en los periódicos- del lunes era la fotografía de una risa, difundida por la agencia Reuter, la risa de un individuo que lee en primera página la noticia del asesinato y tiene una expresión incontrolada de felicidad, la boca muy abierta, los músculos de la cara contraídos, los ojos casi cerrados de tanto reir, como si le hubieran contado un chiste magnífico, un chiste que le hiciera saltar las lágrimas. Seguramente la risa de este tipo, que según leo se llama Ibrahim Ghosheh y es portavoz de la organización integrista palestina Hamás, se ha publicado por todos los periódicos del mundo, extendiéndose como una multiplicación de carcajadas, de ecos de risas brutales, no sólo las que celebran la muerte, a manos de un fanático, de un hombre que de un, modo u otro trataba de actuar en favor de la razón, sino las que manifiestan el regocijo abyecto ante cualquier desgracia humana, la risa de la venganza y. la del escarnio, la que parece que no dejamos de oír a costa nuestra o cerca de nosotros hasta que se nos acabe la vida.Si uno se para a pensarlo, esta risa de la primera página del periódico la llevamos viendo mucho tiempo, la transmitieron ayer instantáneamente las agencias de noticias, pero es una risa primitiva, cavernaria, de belfo baboso y dientes grandes, una risa que a mí me recuerda pavores de la infancia, de cuando veía, a la gente reírse de los tontos o de los cojos cuando en las plazas de toros, en los espectáculos del Bombero Torero, algunas personas tenían que limpiarse las lágrimas de la risa con un pañuelo al ver a los enanos corriendo y tropezando delante de un becerro. Este Ibrahim Ghosheh tiene abierto el periódico pero no lo mira, la risa le ha cerrado los ojos, como si hubiera encontrado una tira cómica terriblemente ingeniosa y no las informaciones sobre un crimen, y, si no fuera porque sabemos de qué se ríe, podría parecer tan sólo un viejo rudo y jovial, incluso algo pueril, a pesar de su cabeza y su boca tan grandes y sus mejillas mal afeitadas. Siempre hay algo de poco natural e incluso de alarmante en quien se ríe tanto, la boca es un garabato ex cesivo que le cruza la cara, como en ciertos personajes de las pinturas negras de Goya, como en esa máscara de carnaval que sé ve dibujada en Una banderola. que agitan ' los borrachos en el Entierro de la sardina.

'El Quijote'

La risa paralizada en fotografía de ese hombre es la misma risa que a mí me daba ganas de esconderme y de llorar cuando la oía de niño, cuando la veía en las caras de las pandillas de adolescente que perseguían a gritos y a pedradas a un tonto que se llamaba Primo, que llevaba una boina y una gabardina muy larga y tenía la boca sumida y decrépita de un anciano, y prorrumpía en chillidos cada vez que le pasaba cerca una piedra, y desafiaba con su facha patética a quienes, lo acosaban, no porque le tuvieran rabia, sino por reírse, por pasar el rato muriéndose de risa a costa de un retrasado mental que en el peor de los casos no sería ni la mitad de retrasado que cualquiera de ellos. La primera vez que leí El Quijote, la pena que sentía cuando lo molían a palos o cuando manteaban a Sancho o les tomaban el pelo a los dos era una pena idéntica a la que me había anegado viendo chillar y huir a Primo, y en las caras de los grabados. cervantinos de Gustavo Doré, en las risas brutales de los yangüeses, de los, posaderos desalmados o de los duques parásitos me parecía reconocer las carcajadas de mis paisanos, la risa que se ceba en el quebrantado y en el débil y que a mí me volvía insoportable el espectáculo de los payasos y las bofetadas en el circo.

Según Aristóteles, la risa distingue a los hombres de los animales, pero hay una clase de risa que es como un estallido de animalidad, una irrupción del bruto en el ser humano, la risa que inoculaba el terror en quienes había oído reírse en un callejón nocturno de Londres al retorcido señor Hyde. Tendemos a encontrar ridículas las tragedias de

otros, dice Oscar Wilde, y no podemos contener la risa cuando alguien que camina y va charlando a nuestro lado se da un golpe tremendo en la nariz contra una farola, pero el grado de inhumanidad que hay en tales carcajadas sólo alcanzamos. a intuirlo cuando es nuestro propio infortunio el que las provoca. Nabokov creía injustamente que Cervantes se reía a carcajadas bárbaras de don Quijote. Pero de Cervantes se habían reído mucho los más selectos de sus contemporáneos, llamándole, viejo, fracasado y manco, entre otras cosas, como para que él no supiera distinguir la risa cruenta de la ironía y convertir en héroes a los escarnecidos y en miserables a sus burladores.

Pero de lo que se ríe el portavoz de Hamás en la foto del periódico no es de un chiste ni de una caída, sino de la muerte de alguien, lo cual es el motivo de risa mas siniestro que existe. En 1938, en Berlín y en Viena, había -cuadrillas de nazis que obligaban a los judíos a andar a cuatro patas o a lamer los adoquines, y muchos vecinos se agrupaban alrededor y se morían de risa. Ahora va a hacer veinte años que el general Franco murió, al cabo de una agonía inhumanamente administrada y dilatada por los más fieles entre sus seguidores, y aquella noche hubo personas que descorcharon botellas de champaña al saber la noticia. Otros sentimos alivio, algo de esperanza, tal vez una atemorizada extrañeza, pero desde luego nada de alegría, porque hay algo muy sórdido en la alegría provocada por la muerte, aunque sea la' muerte de un tirano, y más aún de un tirano cuya tiranía sólo ha sido cancelada por la mordedura lenta de la edad.

. Tampoco a ese fanático palestino que se ríe tanto le corresponde el menor mérito por la muerte de Isaac Rabín, su enemigo. Otro, fanático, un judío, se ha encargado de matarlo, culminando así desde el otro extremo de la intransigencia una común vocación de desastre. A él le queda el gusto de la carcajada, y a nosotros el miedo a morirnos de risa, a morirnos algún día de la risa homicida de gente como él.

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