El rescate de O. J. Simpson
O. J. Simpson, el famoso jugador de fútbol americano y estrella de la televisión, fue definitivamente absuelto por un jurado de Los Ángeles de haber asesinado a puñaladas a su ex mujer de raza blanca, Nicole Brown, y a un amigo de ella. Por fin, el omnipresente e intoxicante zumbido del juicio más surrealista del siglo, que durante un año ha retumbado de radio en radio y de televisor en televisor, ha cesado. Pero el clamor de las secuelas raciales del sorprendente rescate del Otelo del siglo XX sigue sonando fuertemente en Norteamérica.A menudo, acontecimientos espectaculares como éste tienen dos lecturas o significados. Uno está basado en lo que verdaderamente sucedió, en los hechos; el otro se apoya en lo que creemos que ocurrió, en los mitos que rodean al suceso. El caso Simpson, independientemente de los datos reales, se ha convertido en una Amarga metáfora del racismo americano.
En mi opinión, el veredicto ha puesto al descubierto el abismo que separa a las mujeres blancas y negras. Esta fisura es tan profunda que parece como si los dos grupos hubieran presenciado argumentos totalmente diferentes. Para la mayoría de las mujeres blancas, la historia de Simpson es la odisea personal de un hombre enloquecido por los celos y enfangado en un delito pasional. No pocas, conocedoras de las palizas que, según sus antecedentes policiales, propinaba periódicamente a Nicole, ven el drama de una esposa golpeada impunemente por un marido que ni valoraba su dolor ni su vida. Sienten la tragedia de una madre salvajemente asesinada mientras sus hijos pequeños dormían al otro lado de la puerta. La evidencia en contra de Simpson les parece convincente: su historial de agresiones contra la víctima, su conducta errática y suicida el día que fue inculpado, las múltiples pruebas basadas en el ADN de su sangre que demostraban su presencia en la escena, del crimen, la falta de otra hipótesis que explique el sangriento homicidio.
Sin embargo, para la gran mayoría de las mujeres negras del país, este incidente va más allá de los hechos concretos. Simboliza la peligrosa intersección de sexo y raza. No podemos olvidar que un hombre negro acusado de violencia contra una mujer blanca resucita imágenes diabólicas de brutales linchamientos que yacen sepultadas en las profundidades del inconsciente colectivo de este pueblo.
Presiento que las nueve mujeres afroamericanas que componían el jurado de los 12 dejaron a un lado su lealtad al sexo femenino y su indignación con quienes maltratan a sus esposas, y optaron por ver en la historia de Simpson un complot racista, una conspiración del sistema de justicia de Los Ángeles para incriminar a otro hombre de su raza. Intuyeron una trampa parecida a la actuación de los policías que apalearon impunemente al joven negro Rodney King en 1992, en la misma ciudad, ante millones de telespectadores horrorizados.
El dictamen del jurado ha expuesto un conflicto que siempre se hace evidente cuando las mujeres negras, forzadas a tomar partido, se solidarizan con sus compañeros de raza, y abandonan a las mujeres blancas, a pesar de compartir con ellas la proverbial explotación masculina. Es cierto que Simpson era un hombre indiferente hacia la comunidad negra, que había disimulado su identidad racial para cruzar a un mundo ilusorio sin color. Nunca habló de racismo ni reivindicó los derechos civiles de los suyos. Prefería mujeres blancas, amigos blancos, negocios de blancos y clubes de golf blancos de los que se excluía a otros negros. Pero ni este pasado, ni las pruebas de los fiscales pudieron con la influencia de las profundas desigualdades que han existido entre las mujeres blancas y las de color durante generaciones. La mayoría de las negras acomodadas recuerdan cómo sus madres o sus abuelas limpiaban los suelos para las mujeres blancas. Pero, sobre todo, las mujeres de color envidian a las blancas por tener a un hombre que las cuide, un lujo que ellas no tienen. Dos tercios de todos los niños negros menores de 18 años viven en hogares sin padre, más del triple que los blancos. Y aunque la penosa experiencia de violencia doméstica en familias blancas y negras sea parecida, según la mujer negra la razón por la que su marido la maltrata es el racismo y la discriminación que sufre a diario.
Las mujeres de raza negra son conscientes de que sus hombres forman una población encarcelada, pues un tercio está en prisión o en libertad vigilada. Muchos ni siquiera llegan a la celda, pues el homicidio es una de las causas más frecuentes de su muerte, ocho veces más alta que entre los blancos. Los negros también sufren de muerte prematura, puesto que mientras la expectativa de vida para los hombres de raza blanca es de 73 años, para los negros es de 65. Muchos más negros que blancos mueren de ataque al corazón, diabetes y cirrosis de hígado. La corta vida que caracteriza a esta minoría ha sido relacionada científicamente con el estado continuo de frustración que supone vivir soportando recalcitrantes prejuicios raciales. No es de extrañar, pues, que haya mujeres negras que estén convencidas de que la mayoría blanca no quiere a sus hombres y, más o menos conscientemente, les desea la muerte.
La experiencia de dos siglos de esclavitud legal ilustra con crudeza la opresión que ha sufrido la mujer negra en Estados Unidos. La esclavitud supuso la tiranía del hombre blanco, pero pocas dudan de que esto ocurrió con el silencio o incluso el beneplácito de su compañera blanca. De hecho, la mujer negra sufrió una doble explotación: fue utilizada como fuente de trabajo y como máquina reproductora. Su cuerpo pertenecía totalmente al amo blanco. Aparte de servir de prueba de virilidad y fortaleza para el señor, significaba el suministro regular y seguro de niños esclavos -daba igual que fueran negros o mulatos-, lo cual suponía mano de obra segura y barata, pues a los ocho años ya comenzaban a trabajar.
Esta tragedia televisiva que hemos vivido nos revela además los peligros de la cámara cuando el programa es más espectáculo que realidad. Porque lo que no vimos en la pequeña pantalla son los años de frustración y resentimiento acumulados, ni el horizonte de desesperanza y desmoralización, ni la pérdida de fe en un sistema que tolera la deshumanización de una raza y que transige con los abusos del tirano.
Hoy O. J. Simpson vive libre. La mujer negra le ha rescatado no sólo de la cadena perpetua, Sino también de la sociedad blanca. En el fondo, era de esperar la sentencia del jurado. Porque las mujeres de color de Estados Unidos nunca van en contra de sus hombres. Simplemente, se niegan a darle a los blancos racistas más munición.
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