_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El pasado no acaba de pasar

Atravesamos los españoles una fase áspera y tensa de nuestra historia. Modernos, europeos, democráticos, prósperos y pacíficos, creíamos haber dejado atrás una edad de hierro; y henos aquí envueltos en el desconcierto y la discordia, amenazados de sombras cainitas. Pero aunque la desazón sea comprensible, deberíamos adoptar una actitud serena. Incluso agradecida: porque sin esta experiencia habríamos seguido ignorantes de lo que somos y olvidados de lo que hemos sido.A veces, el pasado desaparece de nuestra vista tanto que a duras penas retenemos la sensación de que existió alguna vez. Sólo queda el vacío que evoca la huella, adivinada pero irreconocible, de algo que ha quedado prendido simplemente de un nombre. Desconcertante olvido, a veces dulce, a veces de una amargura insoportable, porque, como en algún lugar señala Proust, necesitamos el recuerdo como la prueba de haber existido realmente. De aquí, la importancia de las pruebas tangibles de que el pasado no ha pasado del todo: tanto más tangibles cuanto más vívidas, y tanto más vívidas, a veces, cuanto más dolorosas. Pero conviene percatarse de que el pasado puede quedarse dentro de dos formas, y si la una ayuda a madurar, la otra puede convertir en piedra.

Estas consideraciones pueden aplicarse tanto a los individuos como a los grupos humanos, incluidas las naciones, las cuales necesitan el sentimiento de su continuidad en el tiempo. Por esto creo que los españoles tenemos no sólo una cuenta que saldar, sino también una deuda de gratitud con quienes hoy día, con su conducta, nos están dando una prueba tangible de que nuestro pasado inmediato, lejos de desaparecer, vive y late entre nosotros.

Nuestro pasado inmediato es el franquismo; y lo que se desprende de la zozobra política reciente, en último término, no es sino la pervivencia (o el retorno) de dos fenómenos típicos de aquel pasado: la irresponsabilidad y el miedo. En otras palabras: la resistencia de los líderes a aceptarla responsabilidad política de sus actos; y la proclividad de muchos a albergar temor, ira y desconfianza en las instituciones para encauzar los conflictos.

Lo primero parece obvio. Nuestros gobernantes rehúsan sacar las lógicas consecuencias de un escándalo que pone de manifiesto la conclusión a la que ha llegado gran parte del país (no por capricho, sino obligado por el examen de un conjunto de informaciones aparentemente contrastadas, y no con alegría, sino con gran reticencia) de que durante bastantes años funcionarios de altísimo nivel han estado en el origen de una trama de asesinatos políticos y desviación de fondos públicos, de extraordinarias proporciones, a lo que se añade una pauta de engaño a la opinión. Esto no es asunto ordinario: afecta a la raíz de la confianza pública en las instituciones políticas; y afecta en particular a la función principal de los principales líderes políticos, que es la de ser un foco ejemplarizante de la vida pública.

Confrontado con la evidencia de (como mínimo) negligencia en la vigilancia y la elección de colaboradores semejantes, el presidente del Gobierno ha prometido enmienda y ha dado a entender que es un asunto que no conviene dramatizar, y del que, acumulado a otros, ya se dará cuenta en las próximas elecciones. Con ello ha intentado eludir su responsabilidad, política, porque, de aceptarla, la sola conducta proporcionada a la enormidad de lo ocurrido habría sido la dimisión.

Esta dimisión hubiera enfrentado al partido socialista con su propia responsabilidad: la de nombrar un sucesor que continuara su gestión de gobierno. Pero el partido no ha considerado siquiera esa eventualidad, quizá porque su núcleo dirigente, bien carece de líderes con confianza en sí mismos para afrontar la situación, bien carece de unidad interna, bien adolece de ambas carencias.

A su vez, el entorno de afinidades políticas, amistades e intereses del líder y del partido socialista podría haberles persuadido de la necesidad de afrontar esa responsabilidad política. No lo ha hecho; en cambio, ha sido parte en la creación de un clima de comprensión para la elusión de la responsabilidad, y en el intento de reducir el problema a los términos de una contienda partidista.

Estas conductas elusivas de responsabilidad política han sido favorecidas por una debilidad interna de la sociedad. Ésta se ha mostrado renuente a llevar su razonamiento hasta sus últimas consecuencias. Si se piensa que los líderes políticos están al tanto de los asesinatos políticos y las consiguientes desviaciones de fondos (y engaños) por parte de sus subordinados, dado que estar al tanto es conocer y no impedir una conducta por quien está en condiciones de impedirla, de aquí se sigue que la atribución a los líderes de estar al tanto de la conducta de sus subordinados implica la de imputarles responsabilidad por esa conducta.

Pero lo que se observa en la práctica es que este mecanismo de implicación lógica sólo opera en un determinado contexto cultural: opera si los individuos se sienten ciudadanos libres y responsables del bien público; y no opera si aquéllos se sienten en el fondo como si fueran parte de un orden político tradicional: súbditos de un rey absoluto o un jefe de Estado autoritario, como pudo serlo el general Franco, percibido (quizá) como por encima de la ley y, en todo caso, como irresponsable de los desmanes de sus ministros.

Todo esto ha convertido un problema grave pero muy simple de responsabilidad política en una saga patética aparentemente interminable. El resultado ha sido una nueva demora en la discusión y la toma de decisiones importantes, y el afloramiento de turbios sentimientos colectivos, que merecen ser observados a la luz del día. (Por lo demás, en el haber de la experiencia también cabe incluir el desarrollo de la cultura jurídica de los españoles, y el de su agudeza y arte para detectar ingenios y falacias argumentativas).

Uno de estos sentimientos turbios (junto con otros, como los de humillación y de desorden moral) es el del miedo: un sentimiento claramente reminiscente del pasado franquista. Todo régimen autoritario, tiende a imprimir el miedo en el carácter de las gentes: bien en su forma extrema, como miedo a la violencia física (del pasado o, eventualmente, del futuro), bien en su forma mitigada, como desconfianza de los otros miembros de la sociedad y de instituciones. Veinte años después de la muerte del general Franco, el miedo parece ser ahora la cara oculta de la agresividad mutua de una buena parte de las élites contendientes. Estas se han ido desinhibiendo y despojando de aquellos modales decorosos de la transición, cuando primaban la modosidad, la sonrisa an-

Pasa a la página siguiente

Víctor Pérez Díaz es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

El pasado no acaba de pasar

Viene de la página anteriorcha, los ojos húmedos, los apretones de manos que eran abrazos, y los abrazos que eran casi fusiones corpóreas. Estamos ahora en los ojos cargados de amenazas, las sonrisas torvas, los dientes apretados y el cultivo de la injuria. Una evolución de las costumbres de la que puede salir una nueva generación de maestros del desprecio.

Pero no nos confundamos: detrás de toda esta ira derramada lo que hay es temor (dejando aparte algunos fingimientos y otras astucias). De un lado, el temor de quienes convierten una exigencia de responsabilidad, acotada a unas circunstancias, en una imaginaria amenaza de anonadamiento. Ésta parecería desmentida por la sobria observación de los hechos. El partido socialista tiene un capital político importante, y las intenciones de voto sugieren que lo conservará; si el Partido Popular gana, tendrá toda clase de problemas, que sus adversarios podrán aprovechar; los líderes que dimiten pueden volver, y el partido cuenta con dirigentes experimentados; el sistema político permite que el perdedor nacional tenga poderes regionales y locales considerables; nada hay en la lógica del proceso político europeo que permita imaginar siquiera la marginación a medio y largo plazo de un partido socialdemócrata en España, etcétera. Es extravagante que, en estas circunstancias, el partido en el Gobierno produzca la impresión de que se deja llevar por el pánico.

De otro lado, están los temerosos de que los mecanismos institucionales de responsabilidad no funcionen, porque estén contaminados o corruptos: porque el aparato de justicia se pliegue a presiones inconfesables; o porque el pueblo español sea incapaz de ejercer sus derechos y deberes de ciudadanía. Aunque la prudencia requiera mantener un estado de atención, nada justifica estos alardes de desconfianza en las instituciones y en el país. La experiencia de estos dos años indica que la justicia avanza, aunque con dificultad y lentitud; y la de estos veinte años muestra que la sociedad española, con sus debilidades y sus límites, ha adoptado varias decisiones cruciales con muy buen sentido.

La irresponsabilidad y el miedo no hacen sino entorpecemos el paso. Cuanto antes dejemos esas dos reliquias del pasado franquista a nuestras espaldas, antes pondremos nuestra casa en orden y antes estaremos en condiciones de afrontar los retos extraordinarios y urgentes que tenemos delante. Necesitamos el pasado; pero lo necesitamos para recordarlo, no para mantenerlo vigente.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_