El valor de la palabra
Dijo Felipe González un día de verano de 1976 que el partido socialista tenía "serias razones" para declararse marxista. Menos de dos años después, en mayo de 1978, el mismo González reconocía que era "un error para el partido socialista haberse declarado marxista". Pudo haber añadido algún argumento para tan súbito cambio; por ejemplo, que lo que en 1976 era un acierto porque arrebataba votos al PCE en 1978 se convertía en error porque alejaba a los votantes de centro. En política, como saben hasta los aprendices, no hay errores ni aciertos absolutos; todo depende de las circunstancias.Pero González no ofreció ninguna explicación, sino que al ser confrontado un ano más tarde a sus propias palabras afirmó con su habitual aplomo: "Básicamente, yo no he cambiado, y ahí están mis declaraciones para probarlo". Dicha en junio de 1979, en la espera del congreso de la conversión socialista, esta frase podía sonar a sarcasmo. No había tal González no suele recurrir a la distancia irónica cuando se refiere a sí mismo. Era simplemente un reflejo de la profunda convicción que le ha dominado durante estos años y que consiste en creer que el valor de su palabra no depende de lo que dice, sino de quién la dice: su palabra no vale por lo que diga sino porque la dice él. Por eso, aunque diga hoy una cosa mañana otra, González, básicamente, no cambia.
Lo único sorprendente en su caso es que no haya aprendido, por respeto a unos oyentes que pueden todavía creer que, si la palabra del hombre no vale nada, es el hombre mismo el que no vale nada, a ser más cauteloso con las palabras enfáticas, absolutas. González atribuye todavía a su discurso efectos políticos inmediatos y concede a veces declaraciones que, por buscar un resultado a corto plazo, le apresan para el futuro. Así ocurrió con el caso Guerra y así ha vuelto a suceder en julio de este año cuando, por forzar a Pujol, vinculó su permanencia al frente del Gobierno a la aprobación de los Presupuestos del Estado aunque sólo fuera, como dijo, por una "minoría mayoritaria", o sea con los exclusivos votos del PSOE, pero sin la oposición de CiU.
Pues bien, como estaba cantado, el presidente se ha quedado sin minoría mayoritaria. El sentido común, el derecho comparado y la opinión sabia y prudente, como todas las suyas, de Francisco Rubio dicen que, en un sistema parlamentario, la devolución de los Presupuestos equivale a una moción de censura que no deja margen alguno de discrecionalidad al presidente del Gobierno para no presentar al punto su dimisión; no implica necesariamente la disolución del Parlamento, pero sí la inmediata caída del Gobierno y la dimisión de su presidente.
Eso mismo decía González en julio, cuando aseguraba que no se mantendría ni un minuto más en el poder si los Presupuestos eran rechazados por el Congreso. ¿Por qué, entonces, se mantiene? Pues porque, a pesar de lo dicho, él no ha cambiado, sino sólo su palabra, y lo que en julio era un acierto hoy es un error: ya está fijada fecha de disoilución, ya está a punto de finalizar la presidencia europea, ya suena en el aire la zambomba y el pandero. Son, desde luego, serias razones para sortear hoy lo que dijo ayer y eludir los compromisos a los que su palabra, si valiera más que su persona, le ataba.
El incordio es que esa cosa tan vulgar, tan antigua, como el respeto a los procedimientos marca en los sistemas democráticos una infranqueable barrera al poder de la palabra del líder. Más aún, si se despoja a la democracia de hojarasca ideológica, lo que queda es el funcionamiento automático de las reglas del juego. Y una regla básica de esta partida en la que todos nos jugamos mucho más de lo que parece es que quien preside un Gobierno contra la mayoría parlamentaria lo que preside es no ya un Gobierno interino o en funciones, sino un Gobierno huérfano de legitimidad. La palabra del presidente podrá no valer nada; las reglas de la democracia lo valen todo.
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