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El cuarto poder

No soy escritor a quien le guste repetir con desgana aquello que, animadamente y lo mejor que supo, hubo de redactar e hizo público en ocasión anterior. A La retórica del periodismo (lo que es decir a las particularidades de la literatura periodística) dediqué hace ya bastantes años, en 1984, mi discurso de ingreso en la Real Academia Española. Me ocupé entonces del periodismo en cuanto actividad literaria, y para ilustrar los puntos más señalados de mis explicaciones acudí a ejemplos concretos que podían mostrar en la práctica los rasgos propios de esa que pudiera llamarse poética del género, esto es, de la peculiar retórica periodística.Era un tiempo en que el ejercicio de la publicidad, recién liberado de las regulaciones, restricciones e intimidaciones dictatoriales, no había alcanzado todavía el desarrollo sano ni, mucho menos, el crecimiento canceroso que la libertad democrática ha permitido desplegar después. De entonces acá, la importancia adquirida entre nosotros por un periodismo libre reclama atención hacia aspectos cuyo interés actual excede ampliamente al que puedan tener las cuestiones técnicas o instrumentales del oficio. Si es muy cierto que en las hojas de prensa escrita abundan hoy más que antes las faltas de ortografía, de semántica o de concordancia gramatical, y en las emisiones radiales y televisivas se propagan cada día las impropiedades de lenguaje y las elocuciones imprecisas y confusas, ello cede en importancia a los problemas planteados por la influencia efectiva que sobre la sociedad está ejerciendo ahora este que fuera denominado "cuarto poder del Estado". Será, pues, aconsejable someter a mayor escrutinio su alcance efectivo, ya que, si nos fijamos bien en cuanto de hecho está ocurriendo, tanto aquí en España como fuera de ella (en Italia misma, sin ir más lejos), no resultará disparatado proclamar que ese poder ha llegado a ser, no ya el cuarto poder del Estado, como ponderativamente se afirmó en su día, sino el primero.

Permítaseme decir ante todo que sobre el concepto de poder

ha pesado y todavía pesa demasiado en la mentalidad común (y también en la de conspicuos articulistas) una simplificación por cuyo efecto del Poder -escrita la palabra con el énfasis de una inicial mayúscula- queda identificado con la Administración pública. Durante cierta época, "estar contra el Poder" significaba en abreviatura estar contra Franco, tal cual los imperativos de la razón política exigían. Pero lo cierto es que si estar por principio contra el Poder pudo haber sido fórmula expresiva de oposición a un régimen despótico, y podrá ser todavía acaso una consigna anarquista doctrinalmente fundada, el continuar repitiéndola bajo un régimen de libertad democrática por quienes no crean en la utopía ácrata es ya necedad solemne. Las relaciones de poder constituyen la trama de toda sociedad, y en la nuestra, como en las demás, junto a los poderes oficiales se encuentra, esa multitud de los poderes fácticos a que cada cual está sometido -y que, a su vez, cada cual ejerce dentro de su propia esfera-durante el curso de su vida cotidiana. En un régimen democrático liberal, el poder del Ejecutivo se encuentra en efecto bastante limitado, y no digamos el del Legislativo, cuyas trabas son obvias. El tercer poder del Estado es caso aparte. Conferido a un aparato judicial que sirvió a la dictadura con tan aplicada eficacia como nadie ignora, ha llegado, a alcanzar en estos días una preponderancia anómala. Su calidad de poder. independiente se asienta sobre una mera convención teórica, a saber: sobre la doctrina de la división de poderes formulada hacia 1754 por Montesquieu, según la cual sería competencia del Judicial la de interpretar las leyes que el Parlamento emite y el Gobierno debe poner en vigor; una función que, estrictamente declarativa en principio, puede producir, sin embargo, en la práctica consecuencias de tremenda efectividad. A diferencia de quienes desempeñan cargos políticos, cuyo poder emana de la soberanía popular a través del voto, los funcionarios judiciales (cuyo título proviene de unas "oposiciones" análogas a las del notariado o el cuerpo de correos, mediante las que se supone han demostrado poseer cierta preparación profesional) son, sin embargo, titulares inamovibles de, un cargo vitalicio, incuestionables en sus decisiones y, curiosamente, tenidos poco menos que por sagrados.Dentro de este cuadro, ¿cuál será el puesto que corresponde a la prensa, considerada desde el siglo XIX como el cuarto poder del Estado? Por supuesto, el que ella detenta no es un poder oficial, sino fáctico, como puede serlo el de los sindicatos, o el de los bancos, o el de las iglesias. Basado sobre el derecho individual a la libre expresión, el poder asumido por la prensa alcanzará legitimidad mediante un correcto ejercicio de su función: orientar a la opinión pública, lo que a la postre redunda sobre el sufragio popular. En el juego entre aquel derecho a la libre expresión, que es propio de todo individuo particular, y esta función, que, si no oficial, es desde luego pública, habrá que situar el papel que en la actual realidad política española está desempeñando el periodismo.

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Por lo pronto, quienes ejercen la actividad periodística no necesitan haber demostrado capacitación profesional para ello, ni considero yo que fuera bueno exigirles diploma de ninguna clase, aun cuando las empresas que los emplean debieran cuidar de que posean al menos un regular dominio de su instrumento de trabajo, el idioma. Una ojeada panorámica sobre este trabajo muestra en él dos facetas bien distintas, aunque con frecuencia sea difícil deslindarlas: la información de sucesos, por un lado, y por el otro, la exposición de opiniones. Y todavía habría que distinguir dentro de esta última entre las opiniones editoriales imputables a la empresa editora, y las que son personales del escritor a quien ésta, regularmente o de una manera más o menos circunstancial, presta su medio publicitario, ya sea en calidad de columnista fijo o como mero colaborador. La relación de unos y otros con la empresa editora resulta sumamente problemática. En el primer, caso se trata de asalariados que, por la índole de su servicio, se espera mantengan una cierta afinidad de principio, con sus criterios; en el último de los casos, la discrecionalidad de la' empresa decide el margen de discrepancia con sus propios criterios que está dispuesta a tolerar en sus colaboradores, permanentes o accidentales. Si acaso pretende tal empresa atenerse a una política de liberalidad y de práctico respeto a la diversidad de opi-

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