Un inocente traicionado
Emilio Hernández, que es un director muy estimado, cree que el pobre Hipólito es de la familia de los salvapatrias, los redentores, los poseedores de la verdad suprema. Integristas, intolerantes: como los que salen hoy en los periódicos. Nunca vi tal cosa en la obra de Eurípides; después de ver la de Emilio Hernández, sigo sin creerlo. No vale la interpretación y cuando se comete un primer error de valoración (no excluyo que sea el mío), se cometen todos los demás.No suelo leer los programas, porque sus escritores engañan siempre: dicen lo que soñaron, lo que pretendieron, lo que es políticamente correcto, o comercial: no lo que pasa en el escenario, que ellos mismos ignoran. En este caso, el retraso en media hora sobre lo previsto me obligó a descifrar el programa y en él vi el insólito ataqué a Hipólito. Yo comparto el asco de Hernández por estos sujetos que renacen (no renacen: existieron siempre); pero ¿por qué creer eso de Hipólito?
Hipólito
De Eurípides, versión de Emilio Hernández. Intérpretes: Miguel Molina, Juan Alberto López, María Asquerino, Clara Sanchís, Juan Diego y coro. Vestuario: Gabriel Carrascal.Iluminación: Josep Solbes. Director: Emilio Hernández. Festival de Otoño 1995. Teatro Albéniz. Madrid, 14 de octubre.
En realidad, es una encarnación más de José, con la chica Putifar (nombre predestinado), que tantas risas ha dado por los siglos; un ideal de Eurípides, que detestaba a las mujeres -eso decían de él en su tiempo; aunque la historia indulta- por el fastidio de su vida familiar, y quizá por problemas de odio al erotismo de la señora Eurípides.
En esta obra, simple y sencillo relato doméstico en el que se mezclan dos diosas, el rollizo coro, caracterizadas las libidinosas señoritas de alfonsinas (del decimotercero: el abuelo) sentadas y a la espera en el atardecer de Chicote, explican el tema del chico que desprecia a Afrodita y prefiere a la c asta y pura Artemisa, o deben explicarlo porque la musiquilla no deja entender bien las palabras. Afrodita lanza la fuerza erótica sobre Fedra, esposa de Teseo y madrastra de Hipólito, hacia su propio hijastro que se horroriza.
Erotismo femenino
Los críticos de entonces ya advirtieron que la introducción del erotismo, sobre todo femenino, en la tragedia era un componente impuro. No lo era. Si no es ese problema doméstico tan frecuente en las páginas de sucesos y en los reality shows de Gemma Nierga; lo demás carece de interés. Excepto el problema y el lenguaje, la filosofía, el pensamiento de Eurípides.
El acosado sexualmente huye, y encuentra la muerte; Fedra se suicida por la presión de su sexo ardiente y sin posibilidad de ser obstruido, pero deja una prueba acusando a Hipólito: en la historia, Artemisa explica a Testo su estupidez; aquí lo hacen entre un esclavo y el aya. Pero ya es tarde para todo, como suele ocurrir en la tragedia -si no, no sería tragedia-, en la que los dioses nunca llegan a tiempo. Una contradicción aparente: sin embargo, sirve para el propósito malvado de creer que, un instante antes, todo se habría arreglado. Dramaturgia. Hernández debía de estar pensando en su propia ensoñación, de los fachas y los salvapatrias, que no encaja, y en su actualidad: las gordas alfonsinas, el aya tirando de la cama de Fedra, agotada como la Madre Coraje de Brecht, pero luego intrigante; un Teseo horrorizado de lo que pasa, y de lo que ha pasado. Y no más. El espacio escénico que ha preparado es el escenario vacío: el decorado se pone sobre los actores, sobre su vestuario, chillón a veces. La interpretación es varia. María Asquerino ha tenido toda su vida un tono humorístico, burlón: sienta a las mil maravillas en este papel del que no se cree nada. Temo que tampoco se lo cree Juan Diego, y lo suple haciendo todos los esfuerzos de voz y gesto que le parecen adecuados a la tragedia. Clara Sanchís pone, sobre todo, su pálida belleza prerrafaelista, y su buena voz. Y Miguel Molina, en el papel que da nombre a la tragedia y que es escaso, está moderado y audible, suficiente. Las voces están apoyadas por la microfonía: en ese teatro es necesario, aunque quite el esplendor de lo natural, cuando existe.
Babelia
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