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Tribuna
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La Universidad

Tengo los tres hijos en la Universidad. Una viene y me dice que de las nueve asignaturas sólo han llegado, a interesarle las clases de dos. El mayor me cuenta que cuando el profesor de Historia empieza su lección, la peña se desentiende en bloque. Unos charlan animadamente, docena y media se repantigan con el walkman, varias chicas se ponen a escribir cartas, otros extienden el Marca sobre la mesa. Dos más aprovechan para inscribir graffitis en las paredes. El titular es consciente de lo que está ocurriendo, pero no da señales de que le afecte en lo más mínimo. A estas alturas ha aprendido a no inmutarse y a cumplir con el trámite que le procura un estipendio modesto.El año pasado el que tenía que enseñarles Tecnología de la Información -que no apareció hasta enero- seguía aferrado al cargo a pesar de que durante varios años y desde todos los grupos se habían dirigido escritos al decano denunciando su incompetencia. El decano también fue incapaz.

La impotencia, la decepción, se la pasan de profesores a alumnos y al revés. Día tras día, año tras año. Este curso y los que sigan también. Unos y otros se pervierten en el despilfarro del tiempo y el sentido. Un tercer hijo me cuenta el caso de un catedrático, de Álgebra que desde el primer día se ha pegado a la pizarra escribiendo sucesiones de polinomios y números complejos sin mediar palabra. Nadie sabe adónde va y nadie interrumpe su férreo ensimismamiento. A sus espaldas, los estudiantes cavilan sobre la forma de buscarse la vida o cómo burlar las pruebas para pasar el año. Pero tampoco hay grandes expectativas en los cursos superiores. No hace falta esperar. La actual Universidad española enseña pronto, a despecho de un puñado de honrados maestros, la importancia de su estafa y de su degradación.

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